NOSTALGIA DEL NUEVO AMOR

Qué más quisiera yo que amarte igual que se pronuncia qué horas son y se responde son las ocho. Amarte con la naturalidad del que se arroja de un sexto piso y del que pide el periódico en la esquina. Decirte - qué más quisiera - tengo mis labios vacantes de tus labios y mis manos huérfanas de tus senos. No quepo en mis zapatos de tan solo ni me peinan veinte peines de tan triste. Los discos viejos me socorren, de tan menesteroso que parezco, y lanzo mis tristes redes a mis pensamientos oceánicos.
Qué más quisiera yo que tú estuvieras para no ponerme siniestro.


Pero alguien se bebió mi corazón a cubetadas. Alguien que se debe estar muriendo de la risa todas las tardes a las cuatro, se llevó mis caricias por costales, me quitó hueso por hueso, ronda la almohada y la moja. Todo se lo llevó: calzones, calcetines, sueños y fantasmas, la basura del alma y hasta el palo de la escoba. No me dejó ni cambio para el metro.


Si tú me quieres, ven, dame la mano, siente mi corazón contra tu pecho y no me digas nada por un rato. Oye mi disco fatal de John Lee Hooker. Bésame locamente hasta sangrar. Sácame lo que puedas y vete sin volver la cabeza.
Conoces una parte de la historia y la otra parte jamás te la diré: no tiene caso remover la herida.
Si así me quieres, ¡albricias!, llega en silencio y vete cuando quieras. Algo te puedo dar de vez en cuando.

EL CUERPO DE UNA MUJER

El cuerpo de una mujer tiene de todo: ventanas, comedor y entrada para el coche; tiene cocina y comedor, jardín y azotehuela. Uno quiere Ilegar y estacionarse, mirar los tendederos, hacerse el invitado.
El cuerpo de una mujer tiene jardines atildados: allí pasaron manos querendonas, pusieron colmenares, olores y jugos deliciosos y en el mejor de los sitios un palomar discreto.
Con más razón si es cuerpo alegre, con kilos repartidos en todo rinconcito a la redonda. Uno quiere ser huésped para siempre, andar esos pasillos, besar los alcatraces, poner abono fresco, si se puede.
Los vellos de una mujer también tienen lo suyo y alegran los lugares más precisos; son helechos para la clorofila de los pecados veniales.
El cuerpo de una mujer es casa enorme, castillo medieval, hacienda y rancho: tiene lugares para quedarse quieto, o para no quedarse.
Todo eso he recorrido con estas manos que se han de comer los gusanos, con esta piel de arriba y adelante, de abajo y al costado; con estos pies que sobrevuelan tragaluces; con esta lengua soez que dice y clama y esta saliva y estos...
¡Caray, qué cosas digo!
El cuerpo de una mujer tiene la flama que me enciende, la cantidad de piel, necesaria y suficiente, para clavar los ojos lo mismo que se clavan -- es ejemplo -- los cuchillos..., para clavarlos uno basta quedarse bizco y -- ¡nunca Dios lo quiera! -- hasta quedarse ciego.
Entono unas palabras por un cuerpo de mujer así descrito.
Yo pongo música en la tecla, el corazón, el alma y lo que quieran.
Yo me redimo.
Yo le remato el alma al diablo. Yo me subasto.
¡Ah, si yo quedara ciego, por no mirarlo más, sólo por eso, por eso nada más, me parta un rayo!

   
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