Las horas benedictinas


Hemos visto más allá de nosotros
y también sin nosotros
una luz donde ambos
somos uno y no dos.
Y ahora hay que ir aún más lejos:
hay que ver desde allí
cómo uno se convierte en ninguno…
Roberto Juarroz


MAITINES

Con los hábitos de mi alma
me convertí al silencio. Soy
un recluso
en mí
sin otra vestidura
que este sol
en maitines.
En torno de tu templo
(estas piedras son tuyas)
me siento a reposar
- es deponente el aire.
Miro el cielo de mar
endurecido
que forma un ataúd
y a pesar de lo oscura
que es el a ve
la palabra
que sobrevuela
en círculos
sé que he llegado a ti
sin más nombres que el mío
sin más rostro
que el retrato de la persona
que amo.
Y tú, Señor, ¿qué faz
sos
tienes en la espalda
como una eterna cruz
hecha de cruces?
¿qué huesos
cuánta sangre
de entre cuáles mujeres
reconoces tu espejo

LAUDES

Creo que están tus ojos
en los ojos de mi padre
bienamado.
En sus ojos, mi abuela
que parece mirar al infinito.

El sol deja los árboles maternos
y al extender sus alas
ahuyenta a aquellos buitres
que me han dicho
morir.
El aire
me hace poner en pie
y abandonar la piedra de la palabra pie/dra
con la sed de exclamar
el nombre que he guardado
para que llegue el día.
En este sol en laudes
no caben las palabras
que hacen sombra.
En tus ojos, Señor
miro nacer mi nombre.

PRIMA

De la piedad del cielo
baja una luz que tomo entre mis manos
y se acurruca en mí.
No llora: gimo tea
igual que un niño clama por su madre.
Tomo mi desnudez
y al viento la coloco
sobre su pecho
tibio.

Pienso -porque no debo hablar-
que Dios está tratando de encontrarme
y el sol es la señal
de que nos entendemos.

TERCIA

El bumerán.
La flecha.
Dios
y yo.
En forma des
cuidada dejé mi casa
sol
a.

Allí dejé a mi padre. Pero
a
manecí a lo lejos.
La distancia prudente parecía ser diez pasos
y bastó algún tropiezo
para dejarlo atrás.

Ah
ora no es
el mismo que pinta
i
ba la casa (siempre color oliva).
Tiene una soga al cuello
que se llama caer.
In
consolable el hombre
que oscureció su casa para hacerla
un convento.
No hay rezo que lo salve
de mirar
hacia
sí.

SEXTA

El
olivo
de la casa
de mis padres
acendra un aceite
turbio
que se unta
como nostalgia
sobre el olor a existencia.
Sus ramas se atan
a un árbol
que al ser mayor
agoniza.
Ya no es la paz
ni la gloria
lo que en mis manos
ansío.
Apenas
alguna gota
que no oscurezca
mi sed.

NONA

Había olvidado al sol:
árbol que plantaron mis padres al centro de la casa.
De sus soles pequeños
-acei/tunas-
comimos una vida.
En su tronco había cuevas;
en su fronda, senderos.

Quizá de allí me viene la espina de la sangre
que hizo gritar al gallo del amor.

->
Qué gran pelea: mis padres contra el mundo <-

Pero el árbol pasó del verde al rojo.
Y yo
desprevenido.

Las hojas que ahora escribo en el convento
no son de aquellas plumas.

Esa luz de mis padres
ja/más se marchitó.

VÍSPERAS

En vísperas de regresar al reino de mi Padre
(sin hoja que me oculte)
el sol es diminuto
(lo tapo con un dedo).
Los hielos cubren todo
de luz endurecida.
Tan solo es una capa (qué fina, cuánto blanca)
la que separa mi ojo de la luna.

Mi Padre lo predijo en algún sueño:
tu rostro en mi sudario
habrá de recordarme que aún no he creado el mundo.

COMPLETAS

En el umbral de la noche
-la oscuridad total es imposible-
hay un sol que completa mi rostro con otro ojo
que es el sol de mi Padre.
Ahora puedo ver claro: la muerte
es sol/o el sueño
que congela a los hombres
en sus cuerpos.

Y para despertar
basta la sangre
: por eso Dios
(y por la vía sanguínea + desde Dios a mis padres)
cubre de verde el hielo
y hace cantar al gallo.

Por eso Dios no ve todas las cosas que ocurren en el mundo:
tiene un ojo pendiente de que yo mire al hombre
que me obser
va.

Uno es solo la imagen de una nube
a la que el viento mueve.
Sin saber hacia qué cielo va
cuál tormenta ha dejado
qué figura.

Uno cierra los ojos
-por si estaban abiertos-
y sabe que la luz no está allá afuera.
Que no es un animal visible en lo invisible;
el primero [según Lezama Lima].
Uno sabe
-bendito en su ignorancia-
que el aire es el camino que han trazado los pájaros.

No existe ave que vuele
con un ala.
Ni aire
que le abra paso.

Uno dice saber todos los días
lo que el tiempo ha dejado en los troncos del árbol.
Mira un círculo y cree que es superior a las raíces porque (quizá) es perfecto.
Uno se asoma al nido y le parece pobre el mobiliario.
En cambio, uno tiene en su casa lámparas de cristal, sillones de caoba
cortinajes y alfombras del oriente.
Pero el árbol, tocado por el aire, también es una nube
cuya sombra cada minuto cambia.

El árbol niega el tiempo en sus hojas y pájaros.
No se deja apresar con sus anillos.
Las anclas de cristal y sedería
hacen que uno carezca de las plumas
con que vuelan los árboles.

Entonces solos, lentos y vulnerables
exhalamos las nubes
-vahos de la tierra-
que nos dicen adiós.
Y arrepentidos, vulnerables y solos
una locomotora (la nuestra, la de siempre) nos deja -vaya culpa
con las ventanas rotas.

Si las jaurías del viento detrás de uno
casi quiebran la tierra
el horizonte
-la línea de los ojos-
refuerza su ventana:
la transparencia también es una nube
la sombra
entre dos árboles.

Uno es raíz de muchos. Lo sabe uno.
No deja de ser piedra.
Polvo después (como antes), uno cabalga en las hormigas rojas
que habrán de conducirlo hasta su muerte.
No hay otro fin que el agua.

Uno vuelve a la nube cuando es nadie (entonces llora).
Cuando uno ya es ninguno
la luz está en los otros.

Luis Armenta Malpica

   
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