Corola de milagros


Hay vidas que duran un instante:
su nacimiento.
Hay vidas que duran dos instantes:
su nacimiento y su muerte.
Hay vidas que duran tres instantes:
su nacimiento, su muerte y una flor.
Roberto Juarroz


Así como la luz es solo una caricia que nos deja la tarde
y en su rumor propaga con un aroma a azahares la preñez de la luna
los cuervos -en su traje de noche- atestiguan la boda de una flor y una estrella.
La cidronela deja que su recién nacido se cuelgue de una rama
y escurra al viejo pozo que duerme entre barquillos de papel
moneditas de cobre y un deseo
-la artesa de mi infancia
de gotas infinitas.

Dicen que algunas flores viven unos minutos
(¿y si la luna se ahoga?)
y que una estrella es joven antes del millón de años
(¿y si no llego a tiempo?).

Cuando la luz gatea la flor cierra sus pétalos.
La rosa de los mares abandona la espuma donde navega a solas
y baja a tierra firme como una rosa más.

Entonces los marinos deben mirar sus brújulas o tomar una flor entre sus manos.
Y si esta no marchita regresarán a puerto.

Al muelle de mi piel llegó un deseo.
No supe si era el mío el que se hundió una tarde
-barquillo de papel-
junto con mis monedas.
Vino vestido en luz. Y la risa de un niño le estrellaba los ojos.
Y en sus manos florece aún la rosa náutica.
De entonces a esta fecha la luz es solo una caricia
que revienta los posos de mi cuerpo.


La luz está en tus ojos.
Pero no es solo luz, en gotas infinitas, en una vieja artesa
por donde desgañito la grava y los escombros.
No únicamente un cauce para llenar los años con algo más que musgo.
La luz : cisne nacido de una noche entre una flor y un astro.
: agua de un pozo que el aire no marchita.
Luz azul que culmina cuando apenas comienza.
Relámpago sagrado que dibuja dos cuerpos
con una sola sombra.

Tus ojos son mi vida
por tanto que miramos.


Estoy hecho de hiedra.
Y de entre tantos árboles (frutales y de ornato)
me ha escogido la rosa
para crecer conmigo.


Junto a una artesa seca pasé toda mi infancia.
Allí inventé mi casa de papel
y algunos sueños.
Cada día le robaba a la luna unas gotas de polen
para hacer un jardín a medio pozo.
Lo llené con la arena del reloj descompuesto que dejara la muerte de mi abuela
y sembré una mirada
que cada día crecía, irremediablemente.


Antes de los panales, la miel
era una travesía
(de allí que los barquitos de papel no me faltaron nunca).

En los tiempos del polen me disfracé de abeja.
Donde tuve las alas tengo la picadura de treinta moscardones.
En épocas de frío, cubierto con la pelliza oscura de los osos
intenté descubrirla entre los árboles.
Pero me ganó el sueño.

Dormí dentro de mí
-cueva astral de Altamira-
hasta que un día, al escuchar tus pasos, me levanté
desnudo.

Y te miré a los ojos.


Nací en el mes del frío.
Rodeado de mamuts y de bisontes creí en la cacería.
Entonces vi la rosa.
Tenía una luz brillante entre los pétalos
y carecía de espinas. Su aroma
era como el azar: travesía entre los astros
para entender cómo la Osa mayor iba dejando huella en los glaciares
que nos parecen nubes.

La Osa menor, en casa, le hablaba a tres oseznos del hombre
y de sus flechas.
Me lo encontré una tarde y disparó sus ojos.

El cielo, con su arco (iris), apunta
hacia nosotros
su reinado.


Después de que la rosa de los vientos
haga parar mi vida
quiero un astro marchito en mi epitafio.
Pero no a ti. A ti te quiero
en lo alto.
Para que me ilumines
de regreso.

Rodeada por los cuervos
-en su traje de luto-
la luna llora al pozo.

Rosa náutica. Señora de los vientos
dale tu luz ahora que más falta nos hace.
Y protege su frágil barquillo de papel por la vía láctea
como último deseo de parte mía.


Ojo que mira a Dios, en las alturas
una estrella florece en el profundo pozo
de la noche.

Y así como los barcos de papel que cargan un deseo
no pueden ser hundidos, desembarca la luz y se desdobla
dejando una caricia entre tus manos.

Y un centavo de cobre arde en luz: es el sol
el nuevo sol de invierno.

Así comienza el alba.


Penúltima luz


Mientras haces cualquier cosa,
alguien está muriendo.

[...]

Tal vez sea por esto
que pensar en un hombre
se parece a salvarlo.
Roberto Juarroz



Te sueño para saber que no te escribo siempre
por ese miedo atroz de que despiertes en mitad de una letra que no sé pronunciar, o que no me enseñaron entre las veintinueve de mi infancia. En nombre de este viernes que cumples a plenitud del alma y con el cuerpo a un casi de callar a pedacitos, con las horas encima de la voz (pero no de los ojos), no te digo una rosa —esas queman el pecho— ni otras cuarenta y cuatro que deberás comer año tras año para estar en tu peso; no te digo el papel que hace una letra entera (la letra primerísima de mi propio alfabeto) pues tienes, enseguida, la inicial de mi nombre.

Ya lo tenía dispuesto quien me enseñó a leer, aunque luego me diera la ceguera
(no tanta y ahora menos), como para olvidarlo encima de un colchón con garantía. Es más posturopédico el amor y cómo hemos dormido, aun con sábanas luídas, un poco arrebatadas en las noches de invierno o comezón de moscos y calores.

Pero no es una letra lo que ha quedado a medias de septiembre.
Es el número quince. Hemistiquio del mes donde se localiza nuestra casa, la que ambos adquirimos el día de mi cumpleaños. ¿Sería algún vaticinio de Llul y su ars combinatoria? Ya nosotros sabemos que podíamos contar de dos ((hora (p.m.) del primer llanto)) en juntos con esos mismos dígitos que promete el colchón sin deformarse. Una “pareja par”, nos diría ¿Alfonso Reyes? Y vale más un verso que una cifra.

Eres el número uno. Soy el cero a tu lado.
Y aunque adquiero valor solo a tu diestra (igual dice la Biblia), para nombrar la casa estoy antes de ti, y no estoy solo, luego de los diez años que hemos vivido juntos.

Pero, tú: ¿cómo estás? ¿Escribes esa carta de la lluvia como si fuera llanto (la cruz
que finaliza con tu nombre) o es que lavas tu cara para hallarte otra vez, en medio de este mes y de tu patria (suave cuerpo) en cuya superficie es el maíz (y en el maíz, el hongo) y luego el pan bendito. Nunca me ahogué en tus julios (excepto el día primero) porque el agua era nuestra.

También es nuestro sueño.
Y por eso te escribo, con este miedo atroz de la vigilia. Si mis ojos de insomnio no pueden deletrearlo, mis manos van a ti para abrazarte. Te ves tan mío si duermes... Aunque a veces no pronuncio el amor en voz tan alta, tú sabes que lo tengo en la punta de la lengua. Por eso la amigdalitis crónica. Y ni el tomillo puede bajar esa dulce hinchazón de tan callando...

Y no lo grito
para no despertarte antes de que encuentren la casa los mariachis que deberán cantar “Las mañanitas”.


De quién nace esta voz que te molesta en ti donde la muerte
: de Dios de mí del año del dragón
el ángel
la culebra
la luz que en el principio no recl/ama
pero se vuelve un grito atronador de lo que está por ser
y no nos gusta
imborrable
azorada
disminuida de graves y grav/edad
la luz
: roca pulverizada por la mano si/lente de los sor/dos
por el t/acto inaudible de los ci/egos que cruzan mi visión
de una piel corruptora.
Pergamino
élitros en el aire
voz que es más tuya en vos que en mí nosotros
: vosotros tan ajenos y sin embargo tu/yo como la oscuridad
en la palabra perezcamos llo/ver y secarás la nieve de ese sig/no inviolado
la luz
silencio
que no vuelve.


a Javier Narváez

En las certezas de la vida
en su espacio íntimo
podemos ser
y estar
solos.

Pero el dolor
¿escapa con la luz
cuando al cerrar los ojos muere desamparada
la imagen que tenemos sobre el mundo?

Aquí estuvo la luz
hace millones de años, parece que nos dice el párpado obturado del dragón de Komodo, el pétalo marchito de la rosa o la veta con hongos de la piedra caliza. Su desaparición no fue inmediata. Primero fue una niebla la que amuebló las huellas de los seres que se movían despacio por el agua. Después el fango que escurrió de sus cuerpos al ir quedando inmóviles. Al final era polvo lo que sobresalía de sus tumbas. Así nació el olvido.

Si olvidamos la luz, siempre regresa.
Apenas se abre un ojo, su creencia se extiende y lo ilumina. Ni la muerte que recubre los párpados con el azul del agua puede negar que existe. Ni los hongos que ennegrecen la voz en el esófago. La luz es la memoria que se olvidó un instante y se volvió infinita. Pero siempre regresa, desde la negación del pensamiento, a la naturaleza, a la carne, al instinto. Inclusive la roca, que una vez se movió (al inquietar sus pasos), quedó clavada en tierra para siempre por el astil de luz de sus preguntas.
Así como la luz es un cuestionamiento
el dolor es un ojo que nos ve desplazarnos o desplegar raíces. Posee, de la misma manera, su neblina y su mosto. Es de la arcilla pálida que le sobró a la piedra, al polen y a la escama. Carece, por lo tanto, de toda cualidad de la salivación de los dragones y puede ser pinchada por la rosa del llanto sin encontrar consuelo. El dolor se acomoda en los hombres en su costilla falsa. Pero nada es más cierto que el dolor que produce en los pulmones o la incapacidad del canto en su garganta. Es el parto de sangre para la última rosa. El réspede que lo une a lo ancestral, a lo más primitivo de las piedras. La calcificación de la luz hace de nuestro cráneo el hogar prodigioso para los caracoles que pueden ser los ojos. Siempre cambian de concha, pero nunca de luz.

El dolor de la luz se ha forjado en el fuego de todas las preguntas
entre todos los hombres. No hay ningún inocente. Tampoco responsables. La vida es ese andar oblicuo del cangrejo (también un ermitaño) que busca alguna cuenca para formar su casa. En su inmortalidad imaginaria parece desdecir lo que ha vivido: cada paso que borra es el paso que ha andado. Igual hace la piedra (de modo sigiloso). Podemos suponer que la roca es un cangrejo muerto que ha tapado el olvido con su polvo, que confundió la cuenca con la tumba. Pero sería inexacto. La roca, mientras más ignorante, más se mueve. El animal más sabio se convertirá en piedra. Sin más por descubrir. Sin nada que lo inquiete. Ni siquiera la luz, pues su divinidad es indolora (los hongos necesitan de lo oscuro, de la humedad del pecho, por donde corre el llanto de lo que no se dijo).

Así llego al dolor: ¿por qué tu enfermedad me ha convertido en roca, pero una roca
oscura, con ceniza del cielo?, ¿el amor no nos basta para sellar el pecho al dragón que es inmune a los otros dragones o al polvo que reseca el estambre con el que nos tejimos? ¿Debe morir la flor sin darse cuenta? ¿Era extensiva la maldición genésica a todos los reptiles? El hombre no renace del humus de sus muertos. El hombre no camina. Se arrastra por la tierra. Hasta quedar exhausto, como roca... sin su sabiduría. Convidado a la luz de un fuego primitivo que siempre le resulta doloroso, que incendia su garganta aunque guarde silencio. Y derrite sus huesos y su sangre. Y lo que prolifera son los hongos de una mala experiencia de la infancia, el rencor, la impotencia, los duendes que crecieron a costa de una risa que se nos va apagando, de los ojos que casi se nos cierran, del ogro al que le queda chico nuestro cuerpo y el amor que pudiera atravesarlo. No hay astiles. No hay luz. Lo que fue en el silencio cubre otra vez al mundo.

Dejo la flor de la esperanza en estas páginas que yo mismo enveneno
antes de darles vuelta (en nombre de la rosa).
Debo cerrar el libro marchito de mis ojos.

Y sin embargo
(como todo se mueve)
me pongo de rodillas
(lo más quieto que puedo)
y busco algo de Dios en tu mirada.

Si tu fin está cerca (la parte de tu muerte)
pido al Dios del dragón que me permita realizar entre mis huesos fláccidos
una antorcha
para arder el veneno
que te apaga
suplico al Dios de la rosa alguna espina (que yo puse)
para rehacer con ella mi costado
ruego al Dios de la roca hacer un zapapico con mis ojos
para llenar el mundo de agujeros (la parte de tu muerte) por donde entre
la luz de la esperanza (que me doy).

Si todo fuera inútil
(por el dolor inútil)
pido al Dios de los hombres que me otorgue una muerte
(la parte de tu muerte que me doy)
tan cierta como lo sea tu muerte
(la parte de tu muerte que yo puse)
para estar los dos
juntos
(ya muy quietos):
el uno iluminado por el otro
compartiendo una piedra
inmarcesible.


N. A. Las rectas forman parte, a modo de sampleos, de la “Conversación” con Jaime Gil de Biedma.

Luis Armenta Malpica

   
 | siguiente | regresar |