EL TEXTO QUE NO CESA

Hernán Bravo Varela



I

Cyril Conolly afirmó que el escritor siempre planea ejecutar su obra maestra a la hora de escribir. Más cercano a nosotros, Ramón López Velarde corrobora la sospecha del ensayista inglés: “Hecho de rectitud, de intransigencia, de furor de gozar y de abnegación, el hijo que no he tenido es mi verdadera obra maestra.” Entre el pensamiento de la obra y su golpe de dados, se crea el afán de una presencia, independiente de la personalidad que le va dando forma. Pero mientras el yo repite y repite detrás de la cortina, sin sospecharlo siquiera, el parlamento de sí mismo, la tela se corre. De pronto, aquel modesto apuntador se encuentra en proscenio, con la luz del reflector pegándole en la cara.

“Seré famoso en 1880”, declaró Stendhal en torno a su novela Rojo y negro. “Me leerán en 1935.” ¿Confirmación de la hipótesis de Conolly? ¿Formidable intuición, seguridad pasmosa, azar consumado o soberbia flagrante? Lo único que sé de cierto, la única presencia sustancial e inequívoca que se tiene, es la obra maestra. Apreciada o no como tal a partir de su salida al mundo, la obra maestra abre un inciso más, ocupa su lugar en el espacio del canon, se establece y perdura. Dicha obra maestra, hija de un largo y próspero linaje, será el tema predilecto de conversación para la que habrá de sucederle. Así, tras haber profanado aquella tumba sin sosiego de los textos, el escritor desciende a su oscuro interior, avanza en espiral vertiginosa, sin volver la vista atrás.

El joven Darío anota. Al fondo, Verlaine imparte su lección. Muy pronto, Darío deja de poner atención a la voz de su maestro para escuchar la marcha de los atridas. Ya viene el cortejo. Celebra los festines del héroe, prueba el vino que mana de la boca de un ánfora en la bacanal. Ya viene el cortejo. Súbitamente, Verlaine se ha marchado. Darío escribe. Ya suenan los claros clarines. La obra maestra no es un golpe de azar: es un golpe azaroso de tambor, un cambio inesperado de tiempo. Lo que suena en tu lira lejos resuena. Un eco infiel, la resonancia viva de lo ya sonado.


II

Un autor se hace clásico, una obra se vuelve canónica. ¿Cómo? ¿De qué manera subrepticia opera el gusto literario? Pasada ya su juventud, Emily Dickinson no volvió a salir de su casa en el pequeño pueblo de Armherst; Raymond Radiguet murió a los veintiún años; Arthur Rimbaud, el precoz al frente de la lista, dejó de escribir poesía a los diecinueve para luego volverse tratante de armas y de esclavos en África del Norte; Gesualdo Buffalino publicó su primera y genial novela, Perorata del apestado, hasta los sesenta; san Juan de la Cruz escribió un puñado de poemas. ¿Resulta lógico que estos autores se hayan convertido en una parte medular de nuestro árbol genealógico? ¿De qué manera pudieron convertirse en un peldaño más de la escalera, interminable pero selectiva, de la tradición? No nos extrañe que la respuesta a ambas preguntas se cifre en el motín, el atajo, la fuga o la orilla. La única imagen que resta es la de san Juan, huyendo literalmente de una prisión conventual en Toledo —una fortaleza, en realidad, construida sobre un peligroso acantilado del Tajo profundo—, la madrugada del 15 de agosto de 1578. Lo fugitivo permanece y dura. La huida es un sinónimo converso de la permanencia.


III

Como todo recuerdo de importancia, mi primer recuerdo de un poema es fallido pero esclarecedor: “El tango del vuido”, de Pablo Neruda. Hasta la fecha, he procurado releerlo en contadas ocasiones. Azorín escribe: “Me place dejar estas sensaciones que bullen en mi memoria tal como yo las siento, caóticas, indefinidas, como a través de una gasa...” La razón es simple: deseo mantener con vida la memoria equivocada del poema de Neruda; que permanezca en el error aquello que no puedo recordar de él. Y por oírte orinar, en la obscuridad, en el fondo de la casa, / como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada, / cuantas veces entregaría este coro de sombras que poseo... Lo único que sé de los siguientes versos es su melancolía indeclinable, su pacto con el brillo de una ausencia. Algunas tardes lluviosas, encerrado en el baño, cierro los ojos e imagino a la “Maligna” en su rincón, malediciente y húmeda.

No leer la obra maestra al pie de la letra, sino al calce. Cerrar el paso de sus huecos para colmarla de apertura. La Obra es camaleónica: espejo o espejismo, fata morgana o providente azar. Una isla desierta, un archipiélago. Una rotonda de hombres ilustres y callados. Una fosa común donde los muertos hablan entre sí. Una obra maestra que, en el limbo de las almas no nacidas, imagina el nombre de su primogénito imposible.

HERNÁN BRAVO VARELA

Nació en la Ciudad de México en 1979. Poeta, ensayista y traductor. Ha traducido La balada de la cárcel de Reading, de Oscar Wilde (2000; prólogo de José Emilio Pacheco) y, junto con Marco Antonio Campos, El hombre redivivo (2001), poesía reunida del poeta quebequense Gaston Miron. Ha publicado los libros de poemas Oficios de ciega pertenencia (1999, Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino; 2ª. edición, 2004) y Comunión (2002). Junto con Ernesto Lumbreras realizó El manantial latente (2002), muestra de poesía joven mexicana. Fue becario del programa Jóvenes Creadores del FONCA durante el periodo 2004-2005, en el área de poesía. Desde 2005 lo es de la Fundación para las Letras Mexicanas, en el área de ensayo. Letrista de la banda sonora de la película Frida (2002), ganadora del Óscar.

   
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