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Entre lo que uno quiere ser y lo que es hay la distancia de
un tiempo que no nos es dable vivir.

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Hay quienes no están en el tiempo y aspiran a ser.

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El gusto por la añoranza sirve para escribir o hacer
literatura, buena o mala, pero niega la vida. Se debe afirmar
la ida, aún si te vas mañana.

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Se debe vivir con pasión pero también debemos retirarnos
a tiempo antes de que la pasión nos devore o nos consuma
en una columna de fuego. Pero cuando se ha llegado a ese
punto ¿cómo saberlo?

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En un artículo José Saramago cuenta que subió a la copa de
un árbol. A su manera, dentro de sus posibilidades físicas,
era como subir el Everest. Pero hay quienes hubiéramos
querido subir el Everest.

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Un tiempo creyó que podía tenerlo todo. Ahora trata de
salvar lo que le trae la marea.

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Destino es infancia, carácter y circunstancia.

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Las apariencias y las verdades a medias nos van haciendo
o deshaciendo más que la verdad. Hay quienes se ponen
tantas máscaras que ya no saben dónde está la verdadera
cara, o a lo mejor, la cara que tienen son todas las máscaras
que se pusieron en el tiempo, pero ya son incapaces de
quitárselas o descifrarlas.

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En el teatro de la vida venimos a representar un papel. En
la medida que se haga mejor, más natural, es decir, que
las máscaras, el decorado y el vestuario se integren a la
representación, nuestro personaje será más un personaje
y menos nosotros mismos, aunque se crea lo contrario.

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Cuando el hombre que ambicionó todo se da cuenta de su
gran fracaso es como el célebre actor de una comedia famosa
que entiende que no logró representar su papel a la altura
de lo que se esperaba, pero que estaba seguro de poderlo
representar, y la obra, que es la vida, termina en una farsa de
baratillo donde el maquillaje queda manchado por el llanto.

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En las relaciones humanas se observa mucho más el juego
de máscaras que los instantes de sinceridad. La farsa ya es
tan natural que muy pocos se dan cuenta de ello, y cuando
lo hacen, lo olvidan pronto. “La vida es la farsa a representar
por todos ”, dijo rabiosamente Rimbaud. Debió decir en
presente: “La vida es la farsa que representamos todos ”.

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La utilización de máscaras con rasgos alegres puede ser una
buena manera de ocultar las heridas, pero hay momentos
en que no sirve utilizar ninguna.

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Llega un momento en que estamos tan cansados y tan
hartos y tan al borde del llanto, que ya no tenemos fuerzas
y quizás ni ganas de cambiar de escenografía, de máscara
y de vestuario y sólo podemos representar un personaje
marchito y mal vestido.

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Tengo la impresión de que un autor, como Antonio
Porchia, escribió sus aforismos para no llorar, o que son
otra forma el llanto.

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Cuando las malas experiencias continuas han hecho que
se aprenda a desconfiar de la gente, uno empieza a vivir,
ya sin máscaras, el desencanto del mundo.

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Las heridas de juventud son a veces tan grandes, que aun
cicatrizadas, no necesitan volverse a abrir para seguir
doliendo.

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La Fortuna cambia a menudo más nuestra vida que nuestros
grandes aciertos y nuestras grandes equivocaciones.
Feliz el hombre que la Fortuna cuida o consiente a pesar
de sus grandes equivocaciones.

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La lucha hace y deshace a los hombres. El camino (va uno
confirmándolo) es más importante que el fin y a veces llega
a confundirse con el fin o creemos que es él. Las metas son
accidentes.

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La luz en la sombra nos deshace y la sombra en la luz nos
deshace. Hay que buscar la luz en la luz. La luz de la luz.

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Se puede rehacer una cosa rota ¿pero la luz?

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El joven Camus tenía toda la razón al decir que el
hombre en la tierra se reconoce con la figura y la labor
de Sísifo. Hay que levantar la roca que ha caído y subir
una vez y otra a la montaña. Una vez y otra y otra. Y
cuando ya no se quiera saber nada, cuando se esté a punto
de arrojar al diablo todo, cuando las desgracias, miserias y
enfermedades se acumulen, debe dejarse pasar el tiempo,
y decir: “vamos a ver qué puede recobrarse del naufragio”,
y se sigue adelante, y se cae, y cuando se siente que se
ha perdido todo, cuando la roca se encuentra al pie de la
montaña, uno se acerca, y de nuevo.

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La sabiduría (como enseña aquel cuento de los brahmanes
y el león en el Pachatantra) no da la cordura. Uno de los
ejemplos más intensamente trágicos en la literatura
occidental es el personaje del rey Lear. Si el rey hubiera
tenido un mínimo de paciencia y cordura o de paciente
cordura dentro de su vanidosa sabiduría, se hubiera evitado
las deslealtades filiales, las humillaciones de antiguos
súbditos, las enfermedades penosas, la locura que parece un
tablero de ajedrez trizado y la desleída muerte.

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Un hombre golpea un muro toda su vida. Lucha por
romperlo. Logra al fin abrir un boquete, y pasa: descubre
que el otro lado era igual o peor que el sitio espantoso
donde estaba.
Pero se consuela diciéndose que al menos lo intentó.

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Es preferible hacer las cosas y equivocarse a tener la mala
conciencia de no haberlas intentado o intentado mal.

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Si un niño construye una casa de arena es una muestra de
paciencia y de imaginación; si lo hace un hombre es una
tontería ociosa o un rasgo de demencia.

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Casi con desesperación, después de treinta y cinco años
de trabajos literarios, tengo la impresión de que recuerdo
poquísimo de lo que he leído, y peor, de lo que he releído,
y que sólo queda en mí, en proporción a las horas de
lectura, una coma o un punto del gran discurso.

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Cuando trato de recordar algo importante, pero no me
viene a la memoria pese a mis esfuerzos insistentes,
me desespero porque siento que lo perdí para siempre.
De nada me vale decirme que no lo recuerdo porque a lo
mejor no valía a pena.

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Pensó en lo que debía hacer y quiso llevarlo a cabo. No
pudo detenerse demasiado a repensar lo que hacía porque
la angustia y el dolor lo llamaban a seguir adelante, y
un invisible látigo lo golpeaba, y él, casi llorando, seguía
adelante.

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“Adelante, la vida ”, dijo, y se olvidó de la felicidad.

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“Te atormentas demasiado. Tienes todo para ser feliz ”, me
dijo mi madre a los 20 años, y lo repetí en un poema de
aquel 1969. Lo que mi madre no sabía es que ese tienes
todo para ser feliz estaba en verdad muy lejos de serlo. Más
que ser dichoso en la vida lo importante para mí fue hacer
y conocer. Cuando llegaban tiempos de verdadera felicidad
yo sentía que no la merecía, y entonces, queriéndolo o
no, dándome cuenta o no, hacía mucho por perderla, aun
dañándome profundamente y a veces dañando el bien
ajeno. Quizá la causa más honda, me digo, es que he
amado la vida pero no mucho a mí mismo. Contra todo
hay cosas que me enorgullecen: he tratado de respetarme
aun en condiciones extremas, de respetar al que lo merece,
de no golpear al caído y de no cegar con tinta negra las
páginas del libro de ética.

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El exceso de estudio pocas veces otorga la felicidad.

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A veces es difícil soportar una vida que se ama y llega a
sobrepasarnos.

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Sólo se justifica la mentira cuando ayuda a vivir.

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El dolor constante que se padece se vuelve con los años la
piedad que se ejerce y el perdón que se da.

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Es cierto que el dolor, como ningún otro sentimiento, nos
da la verdadera dimensión humana. Hace apreciar más la
vida, impele muchas veces a la superación, pero cuando
es incesante va dejando poco a poco a las personas sin
defensas para enfrentarla.

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Uno no debe mostrar su dolor a los otros porque se
degrada, a menos que el dolor sea tan intenso que el alma
lo evidencie en el rostro.

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Las heridas abiertas no dejan que demos pasos o saltos
que en otra circunstancia sería fácil dar.

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Un hombre herido tiene la esperanza de rehacer su vida; un
hombre roto ya no puede, y a menudo, no quiere hacerlo.

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Me pasé en la espera de esperar grandes hechos que no
llegaron.

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Cuando somos muy jóvenes, buscando ser originales y
distintos, llegamos aun a gozar el ser incomprendidos; ya
adultos, sentimos como una ofensa o es para nosotros un
dolor el no ser mínimamente comprendidos.

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Se desprecia lo que no se respeta.

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Hay personas que jamás crean un problema, pero se crean
todos ellas mismas.

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El amor se inventa en secretas y complejas batallas.

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En las relaciones amorosas se busca al principio la
reciprocidad y uno de los dos acaba siendo la víctima.

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Cuando se está enamorado es el corazón el que sueña o
imagina.

   
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