8

Preludio de verano

Nunca gusté de ella, la cara siempre trompuda, cerrada, visible solamente a un hermetismo sin fin. Había perdido la edad, no la belleza desde siempre ajena a su rostro arrugado; por eso, cuando corrí a la ventana en aquel atardecer, pleno de luz y de brillo, como si el Sol hubiese desterrado la intimidad de los espacios y de los lugares, ningún gusanito intuitivo me esclareció por qué escogió Rossana, la italiana, una tarde así, abierta de primavera y no una gris de invierno. Traté de retenerla, pero sabía que ésa no era mi intención y entonces en un gesto —¿piadoso? ¿de redención?— hice señas a través de los vidrios de la ventana. Allá iba ella, con pasos lentos, casi torpe, desapareciendo entre sonidos citadinos y primaverales.

De ella no quedó nada, tan sólo un rompecabezas, ridículo, pensé, cuando un día y otro y otro más lo intentó armar y no se sabe por qué extrañas razones inclinaba insistentemente el cartón contra la pared de la cómoda en una semivertical. Las piezas caían siempre como naipes de un juego perdido, dejando al desnudo un agujero sin piedad, tan blanco, tan vacío. Claro que podía haber alquilado la habitación o acomodar los muebles en otra dirección; deshacer de ese modo aquel recuerdo amarillento serena mi memoria. Pero no hubo principio y, por más que lo haga, no recuerdo ningún punto de partida, más bien un llegar traicionero y secreto al rompecabezas del ser desaparecido tiempo atrás, en un ansia descubridora de porqués y otros misterios, maltratando de aquella vida, gestos, frases, actitudes, palabras… Rehacerla, rehaciendo el rompecabezas: cada pieza, un significado. ¿Cuáles colocar primero? Aquellas en que lamentaba estar viviendo la época más traicionera de la historia, en la cual sondaba en qué esquinas de esa misma historia se habían perdido las utopías o las de índole más íntimo y aparentemente banales, donde el tenue visaje desembocaba en la sonrisa más irrisoria, al decirme: aún eres joven… Tienes suerte, conseguiste novio… Me queda bien el pelo corto… ¿como el de esa actriz? ¿Me da también el rostro de ella… y después? Después, los hombres me desterraron de su vida… ¿y después qué?... ¿qué?, mi ego va por las calles de la amargura, resecado, con una angustia incesante, al mínimo clic, se deshace en mil partículas, o de aquel remoto amor, jamás consumado —pienso yo— un gran amor, de aquellos tiempos de otras épocas. Todo perdido, Rossana…

Fui avanzando. El rompecabezas ahora era mío, lo hice y deshice, lo construí y desbaraté, al encontrarla, ya allí estaba, ¿Rossana? Cuando la encontré, no había nada, sólo garabatos venidos de ningún lado dando hacia ningún lugar, todo un vacío inclinado en una semivertical. Todo perdido, Sara…

La brisa de una ventana entreabierta hizo entrar el preludio de un verano abrasador que herirá cada parte sensible de mi cuerpo, entrecerré los ojos para no sentir, para no ver y mientras las piezas caían en cascada dejando al descubierto un círculo blanco, soñé ingenuamente que sustituía el rompecabezas por un jarrón con flores.


10

Ecos de un mundo distante

Ana salió de la envejecida casa tropezándose con objetos que ya no pertenecían a ninguna vida y desde un ángulo de un pedazo de muro avergonzadamente todavía de pie, colocó su mano en la frente para evitar el reflejo del sol. La figura del muro antes tan firme se fue esfumando poco a poco como un rompecabezas gaseoso, sin forma; ahora sólo quedaban escombros envueltos en el mismo aliento de aquellos que habían partido. Nunca más taparía el sol, nunca más él la mantendría escondida en aquella amable penumbra llena de certezas, llena de matices, con hendiduras por donde escapar al rayito de magia donde agarrarse. Después abrió desmesurada los ojos y bajo un cielo sin nubes contempló la uniformización de todo: la devastación de los campos, las casas en ruinas, invadidas por las hierbas amarillentas, los árboles desnudos, el aire sin la brisa que arrullase a las aves o a los otros animales que como ellas se habían desbandado huyendo a la tierra seca, rasgada. Sobre ese escenario fantasmagórico, dejó caer el brazo, al mismo tiempo que un nudo, apoderándose de su garganta, le murmuraba con cierta y real violencia: hace mucho que los relojes daban siempre las mismas horas y las manecillas se detenían siempre en los mismos números.

La vida no dejó marcas profundas en Ana, sólo pequeños garabatos que descifraba de cuando en cuando. Así eran en principio aquellas bolitas amarillas, en forma de hormiga, con piquitos y píos excitados. Los trajo Josefina, la vieja empleada, en una cesta de mimbre; pollitos —decía Ana cerrando las manos con fuerza ante la mirada atenta de Josefina quien repetía— no los muevas, no los toques. Eran igualitos a las otras bolitas castañas que se juntaban pequeñitas en la otra cestita de mimbre colgada en la enredadera de la ventana de la cocina. Después estaba el huerto de árboles frutales lleno de verdor y salpicado de colores, los sapitos escondidos en los callos de los troncos adornados con gotas de rocío. Ana los tomaba con delicadeza, cerraba y abría las manos, levantaba el mentón al cielo y sonreía con una sonrisa iluminada. Todas las mañanas de la mano de Josefina iba dando pequeños saltos al corral para traer leche, veía con los ojos abiertos la repetición de todos los días, la concha que llenaba el tarro, una a una. También existían los lugares secretos: el desván, el hueco de las escaleras, el cuarto de arriba donde se escondía al sentirse contrariada. Allá escuchaba el silbido de los vientos y el estremecimiento que éstos producían en los vidrios de las ventanas grandes, el sonido de los truenos y los rayos que, desde el cielo, la amenazaban en las tardes de lluvia. Con frecuencia oía en noches de calma sonidos extraños, algunos parecían gemidos; otros, tranquilos murmullos; asustada, corría entonces a la cama de Pepe, el hermano. Él decía, muy serio, asustándola deliberadamente, que eran ruidos de seres desconocidos, habitantes de otros espacios o espíritus desencarnados que vagaban perdidos. Era así Pepe, un experto en molestarla.

Una vez, en algún lugar de su cabecita, comenzó a pensar en la oportunidad de salir hacia el exterior sola. Pasaba las tardes colgada del cancel de madera del portón, a través de los barrotes, miraba curiosa el campo que se extendía hacia afuera. Cuando se aplacó su miedo, vio fijamente el portón y saltó como si hubiese vencido en una contienda. El panorama que se vislumbraba hacia el frente, en aquel bellísimo terreno semiondulado, quedó como un éxito entre ella y ella; es que, debajo de una aparente uniformidad, todo marchaba a paso desigual. Las casas grandes, pequeñas, flanqueadas por muros blancos o cercas de madera, las ventanas llenas de color extendiendo flores, el camino castaño por donde transitaban personas en carretas y burritos. Eran seres como nunca había visto, seres extraños en cuyos ojos flotaba una especie de dolorosa resignación, como si para ellos el tiempo no fuese más allá de una recta donde todo estaba estancado. Después, al fondo, en medio de una elevación, estaba la zona de los lagos, donde ciertamente se encontraban todos los secretos del mundo. Corriendo entre liberada y aterrada, penetró en la zona por una puerta secreta. Sólo la había visitado una vez con Josefina, y cuando le preguntaba el porqué de no poder ir solita, ella respondía firme y seca: porque todavía eres muy pequeña. Ahora, allí sin nadie, las cosas brillaban bajo un tono de luz diferente. El viento era una suave melodía que invadía su mente despojándola de pensamientos y miedos y, al callarse aquel timbre cálido, fue quedando un silencio completo y todo su cuerpo se transformó en aire; había perdido su peso y adquirido una serenidad perfecta. Se sentó a la orilla del lago con los pies en las aguas reflejadas, los patitos en fila india que seguían a la mamá pata agitaron sus alas indiferentes, todo le surgió extraordinariamente quieto y permaneció mucho tiempo a la espera.

En los tiempos que siguieron, volvió varias veces, primero a las escapadas, después en plena libertad. Una vez, sin darse cuenta o sin saber por qué, empezó a darse cuenta del real significado de las cosas y a la luz del sol las señalaba por sus propios nombres. Esa relación cosa-nombre le producía una tristeza infinita; se acurrucaba entonces en los rincones de la casa y se entregaba a un llanto desolado. Al descubrirla, la madre se mostraba gravemente ofendida, y al preguntarle enfadada: ¿por qué lloras?, ella tenía siempre la misma respuesta:

—Porque quiero.

Una tarde de agosto tuvo, sin darse cuenta, una respuesta; llegó por medio de una silueta uniformada, surgida de sopetón en la puerta. Reconoció la figura y se le arrojó a los brazos alborotada, como lo hacía siempre; después, aquel instante de magia se desvaneció rumbo a un extraño malestar, pues mirando fijamente, con la cara aún ardiendo por el rozar de la barba, le surgió un hombre y no el hermano de siempre. A partir de ahí, las crisis de llanto cesaron; dándole la espalda, nacía en ella un mundo diferente, una sensación de tiempo diluyéndose continuamente, un sentimiento de ser más amada fuera que en casa. De todo quedó solamente una pequeña angustia igual a un sollozo terco que se rehúsa a salir.


11

Las hendiduras de las ventanas

Todas las mañanas aquella luz traspasaba las hendiduras de la ventana, se descomponía en mil reflejos que sin invitación o anuncio previo se iban posando sobre su rostro; ya no la molestaban, estaba acostumbrada, la ayudaron a despertar y a prescindir del maldito despertador.

Llegaba a casa alrededor de las seis todos los días, de lunes a viernes, maquinalmente le hacía caricias a la gata, le daba de comer en cuanto balbuceaba palabras que, si tuviese oportunidad de escucharlas, tal vez le sonasen duras, esculpidas, repetitivas. Pero era reconfortante oírse, sentir un ser que maullase a su alrededor, que iba y venía sin pedir explicaciones. Después de picar algo —nunca había adquirido el hábito de cenar— se sentaba a ver televisión con una taza de leche caliente. Tragaba todas las imágenes sin poner atención, sin un mínimo de esfuerzo mental, bendita aburrición televisiva, ayuda notable a la costumbre de pasar el tiempo, como si todo fuese un eterno presente y las secuelas dejadas por ese mismo tiempo no pasasen de un ligero piquete de un mosquito. La gatita iba y venía con pasos perezosos; de vez en cuando sonaba el teléfono, su voz adquiría entonces un tono despreocupado.

Cuando estaba con Gustavo, lo que sucedía a intervalos cada vez más irregulares, llegaba a tener una tenue seguridad, pero el lento y desinhibido alejamiento de él la hacía retraerse en sí misma, antes de que el dolor alcanzase grados insoportables; todavía se veía atractiva, pero quería estar preparada para cuando las cosas externas dejasen de decirle algo respecto a eso.

Una noche el teléfono resonó, era Fernando con la misma cantaleta de siempre, sólo que esta vez dejó una frase… “Estoy enfermo de soledad”. Parecía un pajarito lastimado.

Después, sin saber cómo, empezó a despertar cada vez más temprano y en una mezcla de sueño y realidad veía llegar el haz de luz y sus rayos que se materializaban en seres minúsculos abrillantados por una luz casi sobrenatural. ¿Sueño y realidad? Ella también se reducía a la dimensión de éstos, entendía su lenguaje, se comunicaban entre sí y, como entrando en un puerto de aguas tranquilas, se dejaba ir. Esa hora de magia duraba hasta que llegaba la mañana, inundaba el día y todo volvía a ser como siempre.


12

El bebé viejo

En medio de la noche yo camino, camino, por avenidas y avenidas, calles y calles que se cruzan y entrecruzan sin salidas, por entre luces extravagantes cintilando a cada paso, rastros de coches lanzados a velocidades apocalípticas, seres de rostros colectivos, apresurados, fantasmales, ruidos ensordecedores que envuelven mi cerebro en silencios absolutos donde resuenan las últimas palabras de mi madre, al pedirme que fuese a traer a mi abuela que vive en la planicie: “Porque eres la más fuerte de las tres”. Esto con un gesto de enfermiza resignación.

Camino desde el amanecer, entendiendo parcamente la actitud tardía de mi madre, tal vez teniendo que hacer frente a las cosas de la edad y la conciencia de envejecer.

Voy por aquel campo yermo infinito donde, al traspasarlo, el horizonte se me escapa más allá, sin saborear siquiera el aroma de las personas, éstas se esfuman en esperanzas ausentes y calores que vacían las mentes, como lo hace ahora con la mía, secándome las palabras, resecándome la lengua. No llueve, nunca llueve en esta planicie sin fondo donde se me escurren los ojos de tanto llorar, ni una gota, una tan sólo que haga una mancha en la tierra, porque los vientos que vienen de la ciudad empujan nubes negras con refinada maldad, contra las sombras azuladas del infinito.


Quedo agotada, mortalmente postrada y en esta prolongada somnolencia tentaleo la aldea que nunca llega, teniendo que enfrentarme con el pedido de mi madre, desprendiéndose de aquellos labios, como una predestinación. Entonces vi la aldea: difusa, blanca, más blanca y aferrada a los recuerdos de mi infancia, llego a la entrada de la casa de mi abuela, dejando entre los caminos restos de flores secas dobladas, ocultando en sí vestigios de vidas de antaño. Todo permanece en una quieta eternidad, como si viviesen sólo allí los que aún estaban por nacer. No llego a tocar la puerta, es inútil. Hace mucho las puertas de la aldea prosiguen calladamente abiertas. Entro conducida por rayos de luz filtrados por el crepúsculo y penetro en la habitación antigua, guiada por el susurro jadeante de un ser que ansía los últimos suspiros.

Es un bebé viejo con la cara de mi abuela, un bebé semidesnudo, de tez cadavérica, pelos púbicos gastados, arrugas alrededor de la boca y por todos lados, un ser en progresiva regresión. Me siento y durante los preciosos momentos en que cesan los gemidos, lo observo con un sentimiento mezclado de piedad y de terror. Aturdida, apelo a mis sentimientos más duros, pero sé que de éstos no llega el auxilio. Entonces, lo tomo en el regazo y caminando doy con él una vuelta, mientras las casas vacías y los ladridos de todos los perros que ya no existen desparecen en el intercalar de la noche.

Se lo entrego a mi madre que sin sorpresa lo recibe en los brazos, saca un seno arrugado y trata de alimentar al ser reducido a una larva, envuelto en un capullo que contiene en sí el germen de su propia finitud. En ella veo el destino que me está trazando en una línea de maldición, con principio y fin, en una curva descendente. Huyo, y cuán aplastante debe de ser mi horror cuando al cruzar el umbral de la puerta y al meter los pies en el laberinto de la gran urbe, vienen conmigo realmente, aproximadas a mi memoria, aquellas dos figuras espectrales, tenues pero definidas, cada vez más sombras de una sombra donde, en su punto central, mis esperanzas se transforman en alas y parten.

Se desvanecen, se desvanecen hasta que yo despierto y las veo constantemente allí.


13

Lejos movedizos

En medio de un silencio quieto, sentí o imaginé, tiempo después, una señal resignada en la esencia del ser que habita en mí. Quizá previniéndose que el diluir constante del tiempo la dejaba ya sin poderes sobre aquella antes ejercida sobre mí, huyó disimuladamente hasta la puerta semiabierta, en un titubeante pero postrero adiós, no sin, en una jugada de fina ironía de quien tiene siempre la de la última carta, dejar en algún lugar de mí un pedazo suyo, minúsculo, casi invisible, pero dispuesto, como su dueña, a llegar hasta la superficie, y de tiempos en tiempos rozar aquella cicatriz, símbolo de mi herida de antaño, impregnándola de una ligera tristeza y de lejana saudade.

Ella ya tenía el mío a su merced, incluso antes de saber que era a mí a quien buscaba, clavando en cada paso que yo daba su marca con la sangre de mi herida. Entró solamente fantasmagórica; no pidió permiso y yo hice preguntas, como se les hacen preguntas a las criaturas caprichosas, pues me pareció caprichosa. Ilocalizable e huidiza, entonces empezó a exhalar unas radiaciones misteriosas que fluctuaban por todo mi cuerpo, envolviéndolo en angustias y melancolías infinitas; esto, mientras todavía sangraba mi herida, la cual se abrió en la noche en que él, de una forma simple, cortante, me miró fijamente con sus ojos, dueños míos, los bajó con un dejo de tristeza y dijo:

—Todo ha acabado entre nosotros.

Ante el golpe que me dejó sin aliento, tentaleé, frente a mí, el cuerpo con alma ausente que me arrancaba en pedazos la mía; después cayó un manto de silencio tuyo y mío, que me condenaba a una soledad sin defensas y a una obsesión permanente ante el ser muerto en mí que vivía, hablaba, reía, sin darme la mínima oportunidad de asomarme a su sonrisa. Varias veces intenté, entre rabias vengativas y tenues esperanzas, saltar el muro que se hacía imposible, pero al saber, al sentir, con un dejo de amargura, su irremediable olvido en relación a mí, coartando toda la posibilidad de cruzar el lindero que me separaba de su mundo imposible, lo abandoné para siempre, convertido ya para mí en un lugar extraño donde una desolación penumbrosa iba desapareciendo en círculos luminosos, uno a uno, los objetos queridos que me habitaban. Y delante del vacío feroz que me cercaba, teniendo en su epicentro al ser que habitaba en mí con sus torbellinos de soledades absolutas, huí vislumbrando claridades impalpables en lejos movedizos, vedándome todos los caminos hacia un posible amanecer. Me los vedaba ella por puro capricho, que sin reposo cierto continuaba, en un juego a las escondidas en mí, en una lucha titánica con el olvido, ausente, insistente en hacerse débil, perdiendo de esta manera la precisión de sus contornos.

Después hubo, por mi parte, desafíos y tentativas fugaces de sublevación, pero ella se tornó bravía y desistí con miedo de que cayese sobre mí alguna amenaza tan vasta como devastadora. Con las lágrimas en cada rincón, cansadas, avergonzadas, sin inclinarse nunca, traté, en una última tentativa, sin desesperación, con gestos domesticables, de localizarla, para poder de ese modo llevarla hacia un rinconcito en algún lugar, y con mi mano en forma de cono colocarla sobre ella, amansándola con la calma de mi calor. Se escapó juguetona, con tonadas de pequeñas maldades. Se detuvo, se fue deteniendo.

Una vez atenuada, decidí escapar de su control, ensayando una fingida indiferencia, provocando en ella una necesidad desesperada de encontrarme. Al principio llegué a temer que ni siquiera se diese cuenta de mi ausencia. Pasaron las horas, los minutos, los segundos, el tiempo. Por fin empecé a oír, a sentir pasos impávidos descodificados en un:

—Tú nunca huiste, siempre estuviste aquí.

Y un diálogo, mejor aún un monólogo silencioso, se estableció entre nosotros. No era una voz, sino más bien susurros inaudibles que me sonaban a palabras y se iban filtrando gota a gota en mi cerebro:

—Ella nos surge así, casi de golpe, o nosotros surgimos en ella; sobre nuestros pies nos balanceamos y en un relampaguear la vemos lisa, fina, extendida; desde su comienzo hay parcos recuerdos, desde un túnel oscuro llamado útero, aprendemos, rumbo hacia una luz tibia en crescendo que duele, que va doliendo. Después, equilibrándonos poco a poco, divisamos un devenir invisible con nódulos colocados aquí y allá, entre monotonías circulares. En ellos tropezamos en grandes y pequeños sobresaltos, aferrándonos, infinidad de veces, con o sin esperanza, a muchas nadas que nos asumen palpables, para que de ojos ya abiertos, abrirlos todavía más y, al no encontrar éstos nada que los detenga, nos queda únicamente enfrentar esa línea blanca, incolora, extendida, con un distancia incierta difumándose en el horizonte, donde entre brumas sosiega oscuro al más inalterable de los finales. Esto siempre con la horrible incertidumbre o en la dolorosa esperanza de que nada sucede pero puede acontecer; y me saludo.

Transida, me di cuenta de que me estaba condenando a ciertas verdades. Y alcé los ojos hacia el techo.

—¡Y… Sí…! —Murmuré para mí.

Mi hermana, quien nunca me abandonó en el tránsito de tristeza, dejó reposadamente el libro entrelazado en sus dedos y me preguntó:

—¿Qué dijiste?

—¿Yo? Nada… —respondí sorprendida.

—¿Nada?

—¡Oh! —Encogí los hombros…

Nos miramos, movimos la cabeza como en los viejos tiempos, y ninguna de las dos sonrisas se desalentó.


14

Un ligero adiós

La mujer tiene una voz clara, melodiosa, igual al susurro de las olas de un mar calmado; le acaricia el rostro, él tiene que viajar toda la noche y necesita un ligero masaje. Tierna es como él la ve, dulce y bella, tranquila, con ella le apetece dormir y luego despertar y hablar de cosas simples y considerarlas importantes. Ella tiene tantas, tantas ideas… Él no siempre cree, aunque se da el lujo agradable de creer. En lo que él siempre cree, eso sí de repente, sin reticencias, es en la belleza de ella.

El hombre repasa con los ojos el armonioso jardín y los posa en las ventanas de la enorme mansión; al no aparecer ningún rostro en la vidriera, ninguna forma incierta más allá de la cortina que se mantiene quieta, ella debía estar susurrando dando vueltas entre las sábanas de seda, mira por mirar mientras entra al coche y lo echa a andar, entretanto al fondo, en el horizonte del mar, lindero del mundo real, el sol va entrando con sus últimos estertores sin dejar de exhibir su batería de efectos especiales sobre los seres mortales, que sudan como si sudasen el sudor de Dios, en este agosto frívolo, avanzado en toneladas de luz, bajo él no existe reflexión y en medio de su claridad, toda la felicidad indolora, parece abusivamente disponible.

El coche da la vuelta y se mete a alta velocidad por una carretera plana, infinita; el hombre silba ligeramente una canción cualquiera, como un niño en una calle larga inundada de sol.

La chica surge de repente por el lado izquierdo de la carretera, tal criatura previsible. La lógica hace que su aparecimiento sea, por así decir, normal. Hay siempre, siempre alguien: mujer fatigada, extranjero con mochila al hombro, viejo con dificultad al caminar arrastrándose por los caminos. Ella viene del otro lado, del lado del bosque. Trae amarrado a la cintura un saco blanco, que abre las alas cuando enfrenta la suave y cálida brisa. Pasos rápidos y firmes la llevan hasta la ventana de vidrio semiabierta.


—Muchas gracias —dice con un aire sereno, sin exagerar la sonrisa, sólo la necesaria para agradecer el favor, no muy grande, por cierto. El coche se pone de nuevo en marcha, se desliza ahora a velocidad razonable. La muchacha no quita los ojos de la parte izquierda de la carretera, fija la mirada en el bosque o, más bien, en el desfile opaco de los árboles. El bosque como edificación clásica, con agua dulce, sagrada por excelencia, tapetes de musgo dando camino a venados, ardillas, doncellas vestidas de blanco; el bosque hermético, invernal, heredero del conocimiento puro, impregnado de sombras y de saudades.

—¿Dónde quiere que la deje?...

Ella vuelve el rostro, lo mira como si sólo en aquel instante se diese cuenta de la presencia del hombre que iba conduciendo.

—Donde usted quiera, no voy a ningún lugar.


El hombre sonríe, una sonrisa casi imperceptible, una sonrisa de sobresalto, fija ese rostro inmóvil de perfil, nada de extraordinario, una muchachita igual a otras tantas, únicamente el cabello corto le da una edad indefinida, como si no tuviese edad.

Llego a Porto Mar dentro de dos horas, tengo que tomar un avión a las diez y media, dice después de observarla en silencio con la mirada quieta.

“Entonces cuando esté cerca avíseme, me bajo en cualquier lugar”.

La voz que hacía poco le había parecido límpida y normal le suena ahora como un garabato indescifrable, el ligero sobresalto lo lleva a una extraña inquietud. ¿Quién era? ¿De dónde venía? ¿Por qué le dio auto stop? Un auto stop sin destino. Más aún, ¿por qué le mintió acerca de su viaje? ¿Qué tiene que ver ella con eso? Pero es casi con ansiedad que espera una respuesta, más palabras, es casi con ansiedad que hace las preguntas con pequeños parajes aquí y allá para no mezclar lo que piensa con lo que dice.

“¿Estudia? ¿Dónde vive?”

“En ningún lugar. No hago nada, ¿es necesario hacer?”


Después corta el silencio únicamente con una explicación breve y seca.

“Sabe, crecí…, me mostraron muchas cosas apetecibles, todas al ritmo de la luz y como ella difíciles de tocar, de alcanzar. Sabe, me agredió tanto la luz, muestra tanto y todo… —se encoge de hombros— ahora huyo o me dedico a huir como un ser etéreo, escondido en la penumbra, ésta es discreta, suave, no muestra todo. ¿No cree mejor así?”

“Como un murciélago, murmura el hombre a medio sonreír”.

“Sí. Hasta chupo sangre…”

Él le ve el lado izquierdo de la boca que se contrae un poco en un rostro ausente, sereno. Se siente íntimamente irritado y confuso, ya nada le parece normal, una pesada atmósfera lo envuelve, es el sol que se esconde detrás de una nube intrusa. Siente temor de que aquel ser de otro mundo, no del otro mundo, allí, adivinándolo inofensivo, tremendamente inofensivo.

“¿Está segura de que quiere quedarse aquí, en medio de la nada, casi de noche…?” dice perdido entre el ansia de verla perderse y su parca actitud samaritana. Pero la chica se desvanece por pura magia bosque adentro sin siquiera decir adiós con la mano.

La carretera continúa desierta, derecha, el cielo parece moverse despacio sin salir del mismo sitio, en medio de ésta el hombre se siente liberado, por momentos intenta a la sombra de una reflexión, un sentido, pero otra luminosidad vuelve a enrolarlo, revelando en el amplio espacio, harto de luz, la concavidad azul que Dios dejó después de la fuga.


15

El silencio

Por fin llegó al final este tedioso día. Me levanto, voy hasta la ventana, veo el crepúsculo que desciende lentamente sobre las ramas de los empapados árboles, estoy constipada, pues empiezo a sentir una extraña temperatura envolviéndome todo mi cuerpo; me pongo dos pares de medias y un saco grueso, lo que no es normal; el atardecer no está así tan frío, tal vez sea la tristeza lo que hace tiritar, estar sola en una casa en la cual los sonidos son tan ajenos… No, nunca más volveré a caminar por la carretera lluviosa recordando a la abuela, imaginar cuán encantadoramente se encargaría de mí, si todo hubiese pasado de modo diferente, en la taza de leche caliente que me traería y de pie a mi lado con los brazos cruzados, el pulgar izquierdo sobre el derecho y me dijese:

—Aquí tienes, hija, bebe.

Despertar más tarde y encontrarla levantando las mantas para ver si mis pies están fríos y envolverlos en una toalla color de rosa tan suave como el pelo de mi gatita. Pero la abuela se fue, desapareció en un abrir y cerrar de ojos, igual que el rayo de luz al apagar la televisión, fue así, así de simple, tan simple que ni llegó a doler.

La lluvia es persistente. Cómo cuesta vaciarse la tarde, el médico me pidió que permaneciese en cama, lo cual se torna en una agonía; es que el tiempo se detiene y los recuerdos se pegan en mí como las gotas de lluvia a los vidrios de la ventana. Estoy cansada, la noche empieza a caer, me duermo ansiando permanecer un largo tiempo ausente.


Despierto, me siento cansada, me parece haber dormido mucho, ya no tengo sueño, cuando pienso que es mañana, es noche cerrada; enciendo la luz y descubro en el reloj, apenas la una menos un cuarto.

   
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