Hasta que otro cuento nos separe


Cristina Gutiérrez Richaud


A mi hijo Juan Carlos Peña Gutiérrez,
quien me ha enseñado a mirar
lo que nadie ha visto nunca,
y que todos aseguran que no existe.

Verdad, no salgas de tu obscena Caverna Húndete más abajo, horrible Verdad. Tú exhibes a la luz brutal del sol cosas que más valiera ignorar; actos que más valiera no hacer. Descubres lo vergonzoso; aclaras lo oscuro. Ocúltate, ocúltate, ocúltate.
Virginia Woolf

Estar semidespierto en un mundo de sonámbulos es aterrador al principio. ¡Luego uno aprende a disimular!
Lawrence Durrell

A PESAR DE LAS NALGAS DEL DAVID

A Oliverio Girondo

El sábado 32 de septiembre, a las seis de la tarde, todos los habitantes de la ciudad de México se convencieron de que la resurrección de los muertos se anticipaba ineludible, a pesar de la última devaluación, del sida, de la llegada del Papa, del estruendo metálico de los vagones que treparon unos sobre otros cuando se descarriló la locomotora que iba conducida por un viudo, a pesar del herpes, del virus del llanto, del luto de doña Juana Tenorio por la muerte de su padre, del mercurio y la sífilis, a pesar de la crisis económica, del marido adúltero y la señora tonina, de que los pasajeros del vuelo 924 aprovechaban para zambullirse en el fondo del Océano Pacífico después de saltar desde la nave de Aeroméxico. Sí, la resurrección de los muertos era inminente, a pesar de que las fábricas de condones y anticonceptivos se declaraban en quiebra, de la sobrepoblación del planeta, de la esperada huelga de las florerías el próximo día de muertos, de la caída del socialismo, a pesar de las nalgas del David de Miguel Ángel, de la masonería, de las decapitaciones y descuartizamientos de los próximos días, de la partida de dominó que Lázaro había organizado desde ultratumba, a pesar del cementerio de llaves en espera de cerrojo, de los enamorados disfrazados de cocodrilos, de las mujeres vampiro y los hombres sirena, de que algunos sólo nos habíamos fingido muertos para ver qué entierro nos hacían después de olfatearnos y constatar nuestra inmovilidad, todo con el objeto de que nos dejaran tranquilos. Los muertos resucitábamos a pesar de un espantapájaros de nombre Oliverio Girondo, del ajedrez y los horóscopos, de que los jóvenes siguen con los festejos del medio milenio del descubrimiento de América, debajo de la cama de su novia en turno; a pesar de que las sacristías están llenas de borrachos, unos para aclarar que han cambiado infinidad de veces de domicilio durante la ausencia de sus muertos, los que al resucitar quizás estén vagando sin rumbo fijo por la ciudad; otros, con el objeto de gritarle al cura su ineficiencia por no poder impedir que los muertos hayan logrado abandonar sus criptas, pese a las coronas de siemprevivas y los cirios. A pesar de las enormes filas de revividos que se tenían previstas en los burdeles y, también, a pesar del sinnúmero de hombres y mujeres que se verán en la necesidad de arrancarse las vísceras, o sacarse los ojos, o hacerse lobotomía, o tal vez sólo abandonar la lujuria y volver a sus rezos y plegarias como antes de su viudez.

Pero los muertos no pudimos resignarnos a una inmovilidad de tanto tiempo. Ahora pretendo recuperar los kilos que he perdido, para, así, desprenderme de este contacto tan íntimo con los gusanos que en mí hospedan. Espero que también se me escapen por los poros este centenar de larvas que me obligan a vivir en cueros como cualquier simple esqueletoso.

Esta evidencia de que los muertos resucitaríamos, tendió su seda en todas las conciencias e impregnó los cerebros más escépticos como si fueran esponjas. La imaginación comenzó a evocar las ideas más mortuorias al sentir una mano extraña debajo de la almohada, o al ensayar una actitud funeraria mientras sepultaban sus cuerpos entre las sábanas, repasando los pliegues de su posible mortaja. Se escuchaban jadeos por todas partes, como si fueran el eco de un montón de cerraduras que se estuvieran abriendo.

Los muertos comenzamos una marcha, desde los cementerios a las calles, y con ella iniciamos también el llanto por nuestra muerte que se nos iba yendo a cada instante. Pero, a pesar de que escuchábamos el eco de nuestros pasos, como si oyésemos el latido de unas cadenas que llamaran a la vida desde el fondo de nuestras entrañas, decidimos aceptar al tumulto de cirios encendidos que inútilmente, se organizaban como romería en las avenidas rodeadas de coronas de siemprevivas, igual que si fuéramos los candidatos políticos del partido oficial. Sin embargo, un olor a sacristía y a burdel exprimía su aliento entre la muchedumbre, la que nos miraba con horror entre plegarias y tragos de aguardiente. En cada esquina había un grupo de músicos, ya fueran mariachis o cantantes de boleros o algún saxofón solo, o simplemente un flautista que entonara las golondrinas con el afán de incitarnos a regresar a los sepulcros.

¡A la tumba ese cadáver artrítico de huesos contrahechos! ¡Muera ese resucitado que se escarbó las orejas con una navaja de rasurar! ¡Largo de aquí los suicidas fracasados, los dandis y los Lázaros!, nos gritaban los que se alquilaron para echar a perder esa fiesta popular, esa romería. ¡Regresen a sus escombros, a sus cenizas! ¡No queremos más muertos sueltos impregnando las calles con olor a tumba transgredida!

Los miembros del ejército se agarraban de los brazos para formar vallas que nos protegieran de la población.

Una joven hermosa y de semblante turbado se acercó entre la muchedumbre y la gritería, estiró su mano y con ella un mensaje que intentó entregarme sin conseguirlo, pero que finalmente, un militar me hizo llegar:

A don Rolando Tenorio:

papá, espero que estés bien de salud mental. Felicidades por tu regreso, pero nos cambiamos a una casa más pequeña y sería inútil intentar que vivieras aquí. Cuídate mucho de los cambios de temperatura, el clima se ha hecho extremoso en los últimos años, no vaya a ser que la artritis te arroje de nuevo a una silla de ruedas, y la tuya, la regalamos al Hospital Civil al otro día de tu entierro. Ah, y no preguntes por tus partituras, la polilla acabó con ellas. Y de tu batuta, ni hablar, recuerda que tú mismo la partiste en dos aquella noche en que se te pasaron los güisquis. Pero lo que nos tiene más preocupados es tu salud mental; esta familia ha dejado de asustarse si mi hermano Federico vuelve a entrar a la cárcel o no, si mi mamá se va de viaje uno o seis meses, si tu hija mayor, con quien por cierto no me hablo desde tu muerte, tiene otro hijo con parálisis cerebral o con idiotez congénita, o si a tu hija Juana le da sida o no. Así que tranquilo; aquí no pasa nada. Además, como dice mamá, nada es digno de tomarse en cuenta, y a mí me queda claro que así es, nada es para tanto y, de la misma manera, esperamos que tú reacciones. Es por eso que te recomiendo que cuides de tu salud mental, que te ubiques y regreses a tu sepultura, donde nadie te moleste.

Cariñosamente,

Alejandra Tenorio

Mi aturdimiento se aceleró. Ya de por sí me sentía indigno sin corbata, sin afeitar y sin dientes. Me hubiera gustado resucitar sin ningún deseo, pero en realidad, nunca logré vencer la tentación de armonía, ni siquiera ahora regresando de la muerte. Es posible que esta joven me haya confundido con su padre, su cara no me es familiar, además, no recuerdo haber estado nunca en un hospital psiquiátrico. Sólo recuerdo el horario de los barcos que no tomé nunca. Creo que fui célibe, con el mismo amor propio con que hubiera sido becerro o bicicleta. Quizá repudiaba los parentescos, los padrinazgos, los padrenuestros. Lo más seguro es que yo no haya sido el padre de esa chica. Sin embargo, está mejor así, qué bueno que los resucitados dejamos la memoria abandonada en el sepulcro. Ahora sí, puedo entrar en un establo, sin que nadie me vea, y estirarme sobre la paja, para remorir abrazado al pescuezo de algún caballo, como si fuera mi pariente más cercano, ya que los vínculos de consanguinidad no se detienen en la escala zoológica.

* Cuento incluido en la novela Doña Juana Tenorio. Plaza y Janés, México. 2005

EL COLMO DE LA INMORTALIDAD


La secretaria le había dado la cita para las siete quince de la tarde y Eva esperaba expectante. Los niños tenían la tarea lista, sus mochilas estaban preparadas para el día siguiente sobre el sillón del recibidor. El mantel nuevo que comprara en la mañana, lucía hasta rozar el piso de mármol en el antecomedor. La cocinera le había pedido permiso para salir de compras, pero Eva dijo que se podía ir hasta dejar la ropa limpia en los closets. Eva se notaba nerviosa.

En la mesita del teléfono, a un lado del sillón en donde ella estaba sentada, un cenicero en el que yacían cuatro colillas sobre un montón de cenizas. Hacía una hora que la recamarera había cambiado el cenicero por uno limpio. Las colillas parecían pequeñas, sin embargo al acercarse uno podía observar que los cigarrillos habían sido apagados casi recién encendidos.

Eva mandó al mozo a la tienda; encargó un par de cajetillas de Benson mentolados. Desde la semana pasada que había hecho la cita con el psiquiatra, comenzó a toser esporádicamente. Ahora la tos es casi insoportable.

Eva era una mujer miope, de veras muy miope, aunque tenía unos ojos grandes y expresivos y unas piernas muy bien formadas. Hablaba tan rápido que muy pocas personas podían seguirle una conversación: “Tuve un día tan pesado que en verdad me gustaría salir al cine por la noche sentarme un buen rato y que todo me lo den echo claro que ese es el tipo de películas que una quiere ver cuando se está así igual de cansada que yo de preferencia quisiera ver una película que me haga reír a carcajadas como ves ¿tú que dices? claro que si pudiera platicar con mi marido sería preferible que me invitara a cenar en fin veremos adiós que pases buen día.”

¡Ah, eso sí, nunca hablaba mal de nadie! Todo el mundo quería tanto a Eva. Hace poco un vecino le dijo:

-- ¡Eva, es usted una verdadera locutora!

Y hasta los 1199 socios del club deportivo al que ella asistía se enteraron del elogio. Lástima que no pudo ser una cifra cabal, como a ella le gustaba, porque su esposo era el uno que hacía falta para completar los 1200 socios que debía haber en ese club privado.

Eva desde hacía algunos años ya no se enteraba de chismes. Su esposo sabía con certeza que en el club había actualmente 1350 socios, y por supuesto eso sólo lo sabían los fundadores. La verdad es que declararon fiscalmente 1200 socios nada más y eso debía de ser un secreto, por lo que decidieron en la junta directiva no comentárselo a sus respectivas esposas.

Por fortuna ella había estado informando de su habilidad radiofónica cuando en realidad ya tenían 1350 socios. No obstante ella lo ignoraba. Contaba con haber informado a 1199 personas. Así que no pudo lamentarse de haber privado de tal información al resto de los asociados (sin darse cuenta, los 150 socios nuevos, ya estaban enterados de sus aptitudes de oradora, puesto que fue un escándalo cuando Eva fue nombrada persona non-grata en el club deportivo. Desde ese día el mundo fue dejando de querer a Eva.)

La secretaria le había dado la cita para las siete quince de la tarde y faltaban dos horas y cuarto para la hora, y ella estaba inquieta, por eso marcaba uno tras otro números telefónicos, sin embargo ninguna de sus amigas estaba en casa. Qué curioso, primero le decían: “Sí, sí está ¿de parte de quién?” y ella pronunciaba su nombre ‘Eva’, y lo hacía con orgullo desde que su vecino elogió su habilidad oral. “Ah, no señora Eva, no está, acaba de salir.” Y ella para no hacer menos a la criada, le hacía unos pequeños comentarios que duraban entre 15 y 20 minutos, y al final la criada le decía que tenía mucho que hacer; Eva colgaba y se le veía pensativa. Más tarde comentaría con su amiga, la patrona de esa joven, que le felicitaba por la responsabilidad que demostraba su empleada doméstica.

Sus hijos salían de casa todos los días a las cinco, el chofer los llevaba a sus clases de inglés, de karate, de tenis, de aerobics y de oratoria. Ella estaba orgullosa que su hija menor heredara su facilidad para expresarse. También le hubiera gustado que por lo menos alguno de sus cuatro hijos varones tuviera esa gracia, en realidad ellos eran tan callados, igual que el papá. Lástima. Aunque tomando las cosas con filosofía, Eva podía monologar con sus hijos ya que ellos no la interrumpían como lo hacía Evita, la pequeña oradora.

La cocinera convenció a su compañera de trabajo para que la acompañara al centro comercial. Eva accedió cuando ellas fueron a despedirse de su patrona: “Está bien muchachas no lleguen después de las ocho porque ya ven cómo ha cambiado Tomás yo lo contraté porque maneja muy bien claro y además por su buen carácter y porque podíamos charlar horas enteras pero ahora no sé qué le pasa dando las ocho se va ya no se despide de mí antes me decía que no tenía prisa por llegar temprano a su casa no le creo eso de que esté estudiando en una escuela nocturna imagino que a ustedes les debe tomar el pelo de la misma manera por eso muchachas no lleguen después de las ocho estoy segura que Tomás se atrevería a dejar a los niños solos oigan hace ya rato que mandé al mocito a que me comprara unos cigarros ¿no lo han visto? bueno ya llegará por cierto les voy a contar algo que no se imaginan lo que me duele estoy segura que ustedes habrán notado que el señor no me dirige la palabra no no se azoren no hemos discutido comprendan muchachas me siento ahogar desde hace ya quince años desde entonces vengo comiendo silencio a su lado ya sé que tampoco quiere salir conmigo le oí decir por casualidad que aprovecho cuando estamos en un lugar público para decirle lo que no puedo comentar en la intimidad ¡ah, cuál intimidad! he tratado de reclamarle aunque el señor ustedes lo han visto me deja con las palabras entre los dientes a mí me gustaría poder arrancármelas de los labios y golpearlo con ellas o ponerlas bajo su almohada para que las escuchara durante las noches en verdad ya me cansé de tratar de comunicarme con él de verdad muchachas no crean que culpo al señor de lo que me está sucediendo no desde que dejé el ballet no sé qué me pasa extraño el escenario los aplausos extraño mi vestuario sí por qué no decirlo extraño la música y la facilidad con la que me deslizaba a través de sus compases añoro aquellos años en que aprendí a comunicarme sin pronunciar palabra nada más que la mímica y los movimientos con los cuales transmitía lo que ahora tengo que guardar bajo llave entonces quedaba exhausta sin sentimientos reprimidos igual que ahora sin ganas de hablar para defenderme ‘No quiero que los aplausos lleguen a ser imprescindibles para ti.’ Me lo repitió tantas veces que comencé a rechazar a mis compañeros de clase a mis leotardos a mis zapatillas de punta que eran la causa de esas ampollas en los pies a la música clásica y a los aplausos que me golpeaban en las sienes y provocaban un dolor de cabeza que llegó a durar varios días ¡ay muchachas son las seis y media ya no las entretengo más que les vaya bien!”

Eva se retocó el maquillaje. Se puso un saco negro y su collar de perlas. Cambió de bolso porque el trauma que sufrió esa mañana frente a la dependienta que le vendiera el mantel para su mesa del comedor, había sido inolvidable: al extender el mantel ella comentó que el color de su calzado era igual al color de la madera de su comedor y la dependienta dijo que ella había pensado que era más rojizo, semejante al color de su bolso y ella se apenó tanto que sin medir el mantel lo compró en seguida, para que nadie más notara que su calzado no hacía juego con la cartera. Por eso es que el mantel arrastraba sobre el piso de mármol de la estancia; ella se apresuró en su compra. Así de rápido se había decidido también a no volver a sus clases de ballet.

Eva, como la mayoría de las mujeres, no pensaba muy a menudo. Así que esta vez dispuso mentalmente lo que iba a hacer y consideró que era mucho mejor aclarar las cosas y, que reflexionándolo bien hacía mucho tiempo que no se sentía tan satisfecha con ella misma como ahora que estaba segura de haber tomado una buena decisión: ir con el psiquiatra.

La tos volvió de improviso. Faltaban cuarenta minutos para que ella estuviera frente al especialista. Iba a subir al auto cuando se acordó que había olvidado ponerse perfume (el único que le gustaba a su marido) y traer una caja de pañuelos faciales para sofocar la tos. Dejó las gafas y el bolso sobre el asiento y al volver se dejó caer con firmeza sobre él y rompió el armazón de sus lentes. Los cristales eran tan gruesos que no sufrieron daño, mientras tanto Eva pensó (fue extraño que lo hiciera por segunda vez en un día) que podía manejar hasta el consultorio, ¿sin embargo cómo podría leerle al psiquiatra la lista de comentarios que había estado escribiendo desde una semana antes? Su miopía era tan fuerte que ni con el papel pegado a la punta de su nariz podría distinguir ni una sola letra.

Para Eva la puntualidad era llegar entre diez o quince minutos después de la hora prevista. Esta ocasión fue diferente: eran las siete quince y ella se regresó a su auto porque un anciano que pasaba por la banqueta le avisó que los faros estaban encendidos.

Entró al elevador y antes de que la puerta se cerrara, salió para checar en el directorio del edificio el número de piso. No distinguía las letras y mucho menos los números que eran más pequeños. Una joven de cabellos largos la hizo sonrojarse cuando sin necesidad de voltear al muro en donde se encontraba el directorio, le dijo: ‘Piso cuatro, señora. ¡Qué gusto de verla! Ya no se acuerda de mí, ¿verdad? Soy la secretaria del médico.’ Subieron juntas en el ascensor. Ella no dejó de toser. Al abrirse la puerta en el cuarto piso, le pareció a Eva que el telón del teatro se recorría y comenzaba la función. Esos recuerdos le aminoraban la tos.

La joven secretaria se acercó a ofrecerle una pastilla de menta, y fue cuando pudo distinguir los cabellos largos y teñidos de rubio, su minifalda azul y una blusa de seda color obispo. Desde luego también notó las uñas postizas de la joven y el anillo de brillantes que llevaba en el dedo pulgar de su mano izquierda. Eva ignoraba cuánto ganaba una secretaria en esos tiempos, sin embargo la extrañeza, al ver el anillo, se dibujó en su rostro. Se dijo que era fácil reconocer a una mujer corriente aunque trajera buena ropa y joyas y uñas postizas. ‘Le avisaré al doctor que usted está aquí.’ Ella trató de decirle que esperaría a que se desocupara el doctor, cuando la tos volvió a interrumpir de modo insensato. En ese momento se oyó que abrían una puerta y la voz del psiquiatra que despedía a su paciente.

La secretaria revisaba una libreta, Eva podía escuchar con la rapidez que pasaba de una hoja a otra. ‘No llegó la persona de esta cita. Voy a llamarle por teléfono.’ Eva retiró el pañuelo de su boca y dijo que ella era la persona que había apartado esa cita hacía una semana. La secretaria hizo un gesto que arrugó por unos instantes su frente con las mismas líneas que Eva lucía con permanencia en la suya.

Apareció un señor de edad avanzada y pagó la consulta: ochocientos pesos por hablar cuarenta y cinco minutos se le hizo excesivo a Eva, aunque en realidad era urgente comenzar la función. Tercera llamada. Tercera llamada, se dijo ella. Perseguida por la mirada de la secretaria se levantó del sillón y entró al consultorio: ‘¡¿Qué haces aquí, Eva?! ¿Ha ocurrido algo?’ Ella negó con la cabeza; la tos ahora se convertía en su peor enemiga. El psiquiatra salió del consultorio; la tos desapareció. Regresó con un vaso de agua que colocó sobre su mesa de trabajo y frente a Eva, quien en esos momentos extraía un cigarro de la cajetilla que estaba sobre unos papeles y al lado de una pluma negra con adornos dorados. El especialista se prendió un cigarrillo y guardó el encendedor en uno de sus bolsillos del pantalón. ‘No debes fumar con esa tos.’ Ella volvió a introducir el cigarrillo dentro de la cajetilla y lo siguió con la mirada cuando él la recogió y la colocó sobre una credenza que decoraba el consultorio, en la cual ella podía distinguir seis portarretratos. Ella se levantó, se acercó a la credenza y se puso en cuclillas para poder ver las fotografías: Eva suspendida en el aire, formaba con sus piernas un ángulo perfecto de ciento ochenta grados. Su ropa obscura le recordó el color del cisne que tantas veces había representado. Su cabello recogido, su figura esbelta y sus brazos extendidos en una perfecta posición, como quien domina las alturas. La siguiente fotografía era a color: ella con sus cinco hijos rodeándola en el jardín de su casa. Todos sentados sobre el césped y ella al centro del medio círculo que formaban los niños. La tercera la sorprendió tanto que no pudo evitar el volverse hacia él: Eva recibiendo un ramo de flores en un escenario. Se veía tan contenta que por un momento creyó que era otra mujer. El cuarto portarretrato enmarcaba el velero y la casa de la playa de sus padres; ahí se habían conocido y en ese velero, cuando el viento se aquietó una tarde, él la acarició como un soldado acaricia la bandera de su patria momentos antes de alistarse para ir a la batalla. Ella había izado la bandera de la levedad después de haber sentido la gravedad del peso de otro cuerpo sobre el suyo. La penúltima fotografía era una pareja de ancianos tomados de la mano y riendo a carcajadas. A ella le habían contado que nunca tuvieron un disgusto fuerte, que siempre se apoyaron uno al otro. Lo que sí sabía con certeza era que a los ocho días de haber muerto el esposo, ella sufrió un paro respiratorio. ¿Por qué reirán de esa manera en esta fotografía?, se dijo. El psicólogo ordenaba unos papeles, anotaba algo y cerraba de vez en cuando cajones mientras Eva observaba las fotografías. La última era tan elocuente que cerraba un círculo en la historia de Eva: el adorno iba desde la frente hacia atrás, queriendo cubrir parte de la cabeza sin tocarla. El brocado blanco comenzaba a cubrir su cuello, que en ese entonces era tan delgado que parecía como si la tela no se atreviera a descansar sobre la piel firme de Eva. Intentó recordar el resto de su atuendo; fue inútil. Hacía ya tantos años... así que llegando a casa iba a desempacar su vestido de novia, y se lo enseñaría a sus hijos y a la cocinera. Lástima que la fotografía mostraba nada más el rostro. Le hubiera gustado observar si sus zapatillas eran de color perla igual que su vestido. Se acordó de la pena que había pasado en la mañana en el almacén cuando se dio cuenta que su calzado no era del mismo color de su cartera. Esa era una de las razones por las que Eva rechazaba su miopía.

Se sentó de nuevo frente al doctor y comenzó a toser con más intensidad que antes, pero a pesar de todo pudo pronunciar algunas palabras: ‘Te quedó muy elegante el nuevo consultorio.’ Él, sonriendo, le comentó que ya había cumplido ocho años en el cuarto piso. Y ella le dijo que la última vez que había venido estaba todavía en la planta baja.

Ella trataba de sacar su lista cuando se acordó de los lentes rotos. La tos era tan impertinente que le daban ganas de no abrir la boca para así poder sofocarla por completo. En realidad la tos no pedía permiso e interrumpía cada vez que ella quería hacerle un reclamo: que él no conversaba con ella, invariablemente quería estar solo. Le hubiera gustado decirle que la secretaria tenía un aspecto muy vulgar, y que además la había notado muy nerviosa cuando él salió a despedir al paciente anterior, tanto que la joven había roto el florero que abrazaba una rosa roja, la cual quedó tendida sobre el piso de la recepción y entre pedazos de cristal y agua; también debió haberle comentado algo acerca del perfume que traía su secretaria, Eva tenía la certeza de que era Joy de Jean Patou, y ese fue el que le descubriera en su maleta meses atrás, cuando él llegó a casa después de asistir al congreso médico en Nueva York. Él dijo que un colega suyo se lo había encargado, y ella iba a reclamarle en el momento que la tos se lo impidió.

El médico consultó su reloj: faltaban cinco minutos para que terminara la cita y Eva no había podido concretar nada. Él iba a decirle que le daba mucha pena, que aún tenía dos pacientes por atender, cuando ella le preguntó: ‘A qué se debe esta necesidad de querer conversar con mi esposo...’ y comenzó a toser de nuevo. Él continuó mientras ella se calmaba: ‘...y con los vecinos y en el club y por teléfono y...’ Eva lo interrumpió: ‘Y contigo.’ El se levantó y comenzó a recorrer el consultorio mientras le decía que estaba convencido de que su afán de hablar y hablar y hablar era un capricho al que los seres humanos tendemos: a la inmortalidad. ‘Y no te podrás quejar. A mi consultorio acuden más de diez personas diferentes al día: pacientes de diversas edades y de ambos sexos, vendedores, agentes de laboratorios médicos, colegas. Y tú ya eres inmortal. Eva, entiende, ya pasaste a la historia.’ Entonces señaló los portarretratos y continuó: ‘como esposa, como madre, y también como bailarina.’ Y cuando terminó de hablar, Eva estaba muy conmovida. Dijo que no había tiempos ni remotamente parecidos a los de antaño y ninguna música semejante a la de George Benson, no importaba lo que otros pensaran; y sus ojos se llenaron de lágrimas, tanto que no pudo encontrar lo que estaba buscando en su bolso, y al final tuvo que pedirle a su esposo que le recomendara un sitio donde pudiera llevar sus lentes a reparar. Él ofreció a Eva un pañuelo facial y, después de indicarle a qué óptica fuera, agregó: ‘¿Por qué no te vas de compras y nos vemos en el restaurante dentro de un par de horas y nos tomamos un café y platicamos?

Cruzó la calle y entró al centro comercial. Buscó el local número treinta, como le aconsejara su marido y de repente se topó con la óptica. Antes de entrar se detuvo frente a la puerta para sacar otro pañuelo y esperar que la tos cediera un poco y así poder explicarle al dependiente los arreglos que requerían sus lentes. Decidió sentarse en una banca. La tos la había debilitado. Sacó de su bolso los lentes y miró a través de los cristales. Estaban muy sucios. Los impregnó con su aliento y los frotó con uno de los extremos de su falda larga. Volvió a recorrer los anuncios luminosos que se desplegaban frente a ella igual que en un espectáculo y tuvo que detener el recorrido de sus brazos y con ellos el de la mirada que se quedó fija en la figura parpadeante de una bailarina. Leyó con temor: ‘Boutique Isadora Duncan’ Entró sin reflexionar. La tos había desaparecido por completo. A las nueve en punto la dueña de la boutique cerró desde adentro la puerta del establecimiento. Eva continuaba probándose unas mallas rosas y un leotardo negro con un gran escote en la espalda. La dependienta le hizo la nota y ella salió del centro comercial. Desde la banqueta, a través de los cristales de sus lentes rotos, pudo ver su auto estacionado y el edificio en el que nada más el cuarto piso estaba encendido. Se retiró los lentes de su rostro y los palpó por última vez. Buscó un bote de basura y los arrojó dentro de él. Aprisionó el pesado paquete de sus compras y comenzó a caminar por las calles con la misma levedad, que desde aquella escena del velero en alta mar, se había adueñado de ella para siempre.

Ahora lo único que deseaba recordar era la conversación, que hasta hace unos minutos, había sostenido con la dependienta de la boutique: “Mi esposo fue quien me envió aquí se lo prometo ya sé que es increíble así que entérese de que todavía hay hombres comprensivos aunque pensándolo bien no sé si debo decírselo señorita claro ya entiendo que usted igual que la mayoría de las mujeres no transmitirá a nadie lo que yo le diga en fin fíjese le voy a dar unos consejos nunca trate de averiguar nada acerca de lo que su esposo haga o deje de hacer fuera de su casa le aseguro que todo lo que usted se imagine será mentira créame le digo esto por experiencia más vale no ver no oler ni oír sí no importa que le crean sorda ciega muda asmática que eso no intervenga en sus sueños en sus ilusiones por ejemplo mire nada más que linda tiene decorada su tienda de seguro es de importación la tela de sus cortinas ¿verdad? y el sofá ¡Crepé francés! ya decía yo ¡ah qué barbaridad han cerrado la óptica! pero si pasa de las nueve ¡ah eso ya no importa! mis lentes pueden esperar qué tonta me estoy contradiciendo por supuesto que ya no me interesa el que hayan cerrado la óptica porque desde esta tarde viera nada más señorita cómo ha mejorado mi visión estoy segura que nunca volveré a necesitar esos feos y antiestéticos anteojos ¿usted también sufre depresiones frecuentes? le voy a dar la mejor medicina que existe para combatirla en serio salga de compras aunque en apariencia no le haga falta nada usted siempre encontrará algo novedoso y bello y esos objetos la harán olvidar olvidar sí olvidar esa sensación agonizante que nos impide ver la realidad porque en verdad somos inmortales ahora comprendo ¿verdad que luzco encantadora con este leotardo? También me lo voy a llevar y este otro y estas mallas y esta balerina y las zapatillas rosas y las negras...”


* Del libro Sin mí me muero. Consejo Estatal de la Cultura y las Artes, Guadalajara, Jalisco. México. 1993

CRISTINA GUTIERREZ RICHAUD (Guadalajara, 1956) es autora de las novelas Doña Juana Tenorio y Mujer de cabellos cortos y buenas piernas; el libro de cuentos Sin mí me muero; los libros de ensayo Elías Nandino o la nostalgia del origen, Las fronteras del erotismo y otros ensayos; la obra de teatro Linaje de barro; los libros de poesía Sólo basta cerrar las piernas para ser sirena, De ángeles y cegueras, Canonicemos a las ciegas y Las sombras que reflejé mañana. Es ganadora de premios nacionales en teatro y poesía. Fue galardonada con el premio OCA por su trayectoria literaria. Textos suyos han sido traducidos al inglés, coreano, francés e italiano. Su obra continúa siendo materia de estudio en varias universidades de los Estados Unidos, Canadá y algunos países europeos. Su página Web es: www.richaudcristina.com

   
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