Sueños de un niño malo

Pedro Sevylla de Juana

Memoria del 11 de marzo

(Cuento del libro “La musa de Picasso” de Pedro Sevylla de Juana, editado por Egartorre Libros Madrid-2007 ISBN: 978-84-87325-86-1)

Soltándose de su agarradero celeste, sobre mi desguarnecido cuerpo se precipitó el mundo. La chapa ardiente descendía como un meteorito. No pude apreciar toda su amenaza porque las milésimas de segundo escapan al cálculo humano y el humo envolvente protegía su avance. Ensordecieron mis oídos, las piernas dejaron de obedecer cualquier orden que exigiera movimiento, la cabeza, un año más tarde, no halla explicación verosímil a lo sucedido.

En el hospital evitaron el desarrollo de la noticia, su vertiginosa propagación; isla de asepsia, nadie hizo tertulia utilizando el asunto del funesto desastre. Las visitas, aleccionadas por el personal sanitario, defendieron mi mente de su propia maquinación, de su roer dañino. Los expertos tratan aún de unir en mí el antes con el ahora, empalmando la cinta de los días rota por las explosiones.

Pensamientos espontáneos de personas que procediendo en nombre propio encarnaban a la humanidad, de los escritos aparecidos en los altares ardientes, de los papeles fijados a los muros, sentidas expresiones de repulsa, condolencias; mis amigos me trajeron un poema firmado con las letras mayúsculas P, S de J, iniciales quizá de nombre y apellidos. Los había a miles, algunos dotados de valor literario, otros despreocupados de los aspectos formales; supongo que éste se hallaba más a mano. Me lo leyeron con voz entrecortada y supe lo que los demás sabían: los estrictos hechos desprendidos de sus causas. Porque me ayudó a comprender lo incomprensible, selecciono el núcleo, el meollo; y reproduzco aquí las estrofas que lo enclaustran.

En la apocalíptica escenificación del último desastre

los esbirros del terror atacaron a la sociedad en sus cimientos

con bombas repletas de fanatismo y de barbarie.

Perseguían el número, la turbamulta, el humano hormiguero,

caja de resonancia de su falsa razón inconfesable.

Al instante los cuerpos fueron acericos agujereados de metralla,

lavaron el suelo litros y litros de sangre efervescente,

cubrieron raíles y traviesas pedazos de carne adheridos a la chapa

y un desgarro de gritos huyó por las bocas abiertas en los vientres.

Incapaz la piedra, incapaz el árbol

incapaces el lobo y la serpiente

el tiburón y el leopardo;

resultaron ser infrahombres residuales, fragmentarios o cocientes

los únicos capaces de concebir tales estragos.

Sin embargo, más allá de la muerte conseguida, fracasaron,

más allá de comportamiento tan abstruso y tan cobarde

no fueron capaces de evitar que el cuerpo solidario

llevase su mano a taponar la herida inabarcable.

Ayer, tan sólo ayer -llueve sobre Madrid, doce de marzo-

el terror reventó trenes repletos de obreros y estudiantes.

Metáforas que si no evitan la crudeza de los hechos la suavizan, lo expresado en los versos suple mi carencia de recuerdos. De nombre Ibrahim, mozo de mediana altura me describo, cuerpo enjuto, rostro levemente oliváceo, cabello crespo de un negro brillante, ojos vivarachos, bigote atendido con esmero. Así debía de marchar en los momentos previos a la matanza, decidido el ánimo, marcial casi, resuelto. Integraba yo la masa laboral madrugadora, marea formada por obreros de diversas especialidades y categorías, encaminada hacia la producción de objetos, hacia su comercialización y contabilidad, hacia el ordenamiento diario de la vida, hacia su prolongación placentera. Era una de tantas personas diligentes que surgen a diario de las sombras nocturnas, orientadas por el impulso vital, por las crecidas necesidades básicas o por la inercia. Suenan en mi cabeza imperiosos los despertadores, las alcobas se iluminan de improviso, los cuartos de baño definen el orden de salida y las puertas de las casas expulsan cuerpos tensos recién pulidos. Al poco las bocas del metro vomitan ciudadanos pellizcados por la prisa y las estaciones del ferrocarril engullen viajeros hasta anegar los andenes: lenta marcha del segundero en el reloj, progresivos carteles de aviso, voces apremiantes de la megafonía, gris bruñido de los carriles que se juntan a lo lejos. Me uno a los impacientes cuando, dándose una maña admirable, suben al tren y conquistan asiento; viajo con ellos, miles y miles de ciudadanos de aquí, de allá y de acullá, capaces de acelerar el mundo o de frenarlo si armonizan sus voluntades y de común acuerdo empujan o resisten.

Al día siguiente iba yo a tomar posesión de mi puesto de jardinero; y el coraje me llevaba en volandas sobre prados celestes. Encauzados los asuntos legales –permisos de residencia y trabajo- lo demás venía a la zaga. El administrador de una casa de ricos me había contratado la víspera como jardinero del área común y encargado de la piscina. Uno de mis compañeros de vivienda –la compartíamos siete emigrantes- un argelino de las proximidades de Saïda que llevaba en España dos o tres años, cambiaba entonces de oficio y me propuso como sucesor. Tan buena fama se había granjeado que su dedo, al señalarme, me designaba. Por vez primera la zumba del reloj me despertaría a una hora razonable, las siete menos cuarto de la mañana. Podía prescindir de las dos camionetas y del tren, necesarios para llegar a la obra; un autobús y el metro iban a bastarme. Ganaba una hora y cuarto, y ya no viviría muerto de sueño.

El estruendo liberó arroyos de sangre, afluentes de alaridos, envolventes nubes de humo y desconcierto. Pared o techo del vagón al que me disponía a subir, se abalanzó sobre mí una chapa huída de la fragua al rojo, guadaña recién afilada. Perdí la consciencia y entré en el reino de las sombras. Una parte del poema -el corazón, la médula- enmarcada y protegida por un cristal, ha presidido durante mi hospitalización la cabecera del catre articulado. Ese fragmento fue, en los primeros tiempos, el asidero de mi apetencia de saber; luego, cuando la mente se fue haciendo a la idea que antes rechazaba, escuché el relato, sostuve conversaciones aclaratorias, vi fotografías. Y en estos días, al cumplirse un año de aquello, las emisoras de televisión han reproducido cien veces la tragedia.

Ave indefensa, como si fueran perdigones me alcanzan las imágenes y reproducen para mí el trágico momento con sorprendente exactitud. La ilusión despertada por el nuevo oficio, la merma del viaje que orillaba el uso del tren y la alentadora perspectiva de medro económico, víctimas añadidas de las bombas, fenecieron. Vuelvo a ser pluma, hoja reseca a merced del viento, pavesa volcánica. Levantados por la memoria imborrable, cuajados de velas alojadas en sus purpúreos estuches, trescientos sesenta y cinco días después, primer aniversario, me doy de bruces con los altares que no vi y percibo el color rojo en el trance decisivo de inundar el matadero. Flujo y reflujo, el suelo, los canalillos y los aliviaderos desangran el recinto. Cuchillas, guillotinas, picas; y la esperanza, la rutina y la impaciencia se vuelven sangre y estupor. Ha pasado una eternidad desde aquello y las reiteradas preguntas se callan ante la visión rezagada del desbarajuste. El desorden se apodera del orden y lo sustituye al modo de los gobiernos asaltante y previo en un golpe de estado. Las razones no son cosa distinta de los hechos y el Universo se circunscribe al área convulsa. Sangre espesa, carne líquida, baldazos y baldazos destinados a limpiar el polvo acarreado por los zapatos, la grasa evadida de las fiambreras, hojas rasgadas de algún diario gratuito, cigarrillos a medio fumar, chicle masticado. Estruendo, turbación, sangre, carne desgarrada y residuos.

El mundo abreviado, concreto, inicia en un suspiro su expansión; a las exclamaciones de dolor se unen los gritos de socorro y los miembros heridos inician la retirada ayudados por los miembros sanos. Carteras, bolsas, taleguillas, mochilas, maletas, documentos de identidad y abonos de transporte, troceados, chamuscados, destacan sobre el andén. Rojizas huellas de calzado pintan senderos en el cemento de las baldosas; titubeantes, porque los solidarios ignoran adonde llevar su impulso. Los heridos son tantos que establecen grados y jerarquía en la gravedad, y quienes se estiman capaces ayudan a los que suponen afectados por un daño mayor; de suerte que -madera de héroes- todos socorren a todos. Arrastran, yerguen, consuelan, ejercitan la hermandad. Gritos y trajín de cuerpos, el cataclismo ha sido consumado y el humo empieza a ralear. Los cuerpos inertes se someten a la prueba del espejo, y los que no alientan inician una capilla ardiente que crece y crece. Sirenas de ambulancias, llamadas telefónicas, fotógrafos, locutores y cámaras de televisión ofician de altavoces que cuentan al mundo lo ocurrido en las vías, en las estaciones, en los coches del tren, en el interior abierto de las personas. Brama Madrid. Utilizaron bombas: un grupo terrorista manipuló los explosivos: el atentado fue obra de personas movidas por creencias. Personas, no; alimañas, bichos. Ni alimañas ni bichos, los seres estudiados por la zoología no se atreven; ninguna especie produce individuos dispuestos a engendrar tal horror. Zarzas, no; gatuñas, no; ortigas, no.

Enfermos mentales sin capacidad de discernir, cerebros regidos por insuficientes neuronas de axón atrofiado, pusilánimes sometidos a voluntades más fuertes, doctrinarios de aberraciones filosóficas: ellos distribuyeron la muerte por los vagones del tren. Dictando sus pasos habían de estar los inductores: unos cuantos visionarios empeñados en salvar al universo mundo de su equilibrado compás y algunos intrigantes que obtienen un beneficio mínimo de la enorme destrucción causada. El dogma, sucedáneo de la lógica a quien suplanta, fue su herramienta.

Necesitado de explicaciones categóricas, el hombre busca el origen de todo lo existente y va tras el hacedor y su propósito. Descubre el futuro y concibe la propia trascendencia, distintas formas de inmortalidad. Pergeña hipótesis que tienen en cuenta los avances del pensamiento y algunos signos que los corroboran. La lógica es una azada que abre, cavada a cavada, el subsuelo; una escala que asciende, peldaño a peldaño, a las alturas. La fe, razón ajena, muestra al hombre el centro de la tierra en un instante, y en otro el cenit; sin progresión, sin análisis, sin el menor esfuerzo. La razón hace de la duda punto de partida; la fe posee la certeza incontrovertible. La razón elabora teorías abiertas a nuevas razones, la fe establece dogmas cerrados al análisis. El tiempo pasa, unas teorías suceden a otras, continente y contenido se transforman. La naturaleza entera es tornadiza: piedras, plantas y animales; la evolución parece ser norma universal. Sólo el dogma permanece -aciertos y errores iniciales- incrementando su desfase.

Mi nombre, Ibrahim Ksar Alkebir, no volverá a tener importancia; la biografía tampoco. Siete operaciones consecutivas me han recompuesto y ya no soy el que fui. He perdido al niño obediente que tras acarrear agua y leña se interesaba por los textos escritos, indescifrables, empeñado en conocer las claves que rompieran su cerrazón. Atrás queda el muchacho despierto que aprendió a leer con muy poca ayuda, el soñador que estudiaba los mapas deseoso de hallar la senda que en la antigüedad llevaba a la región ignota donde las gentes, con independencia de las circunstancias de su origen, gozaban de las mismas oportunidades. Atrás queda el joven que se lanzó a la aventura y cruzó el Estrecho, disimulada unión de África con Europa, sabiendo que esa ruta no iba a la tierra de sus ensueños.

Agnosia: apenas queda correspondencia entre lo que soy y lo que fui; no me reconozco en los míos. Mi identidad actual emana del venezolano llegado de Ciudad Bolívar, minero en El Pao, que tras rescatarme de la chapa abrasadora y cortante, entregó una buena porción de su sangre a mis venas. La reiterada cirugía precisó luego otros donantes; así que de mi sangre originaria –padre, madre, abuelos- sólo quedan vestigios. Víctima musulmana de extremistas musulmanes, me salvó el arrojo sobrehumano de un infiel; infieles me recompusieron y durante este año decenas de infieles se han ocupado de mí: no es de extrañar que las enseñanzas religiosas recibidas en la adolescencia reclamen correcciones a diario. El mismo Dios y raíces compartidas, los cristianos, a quienes se refiere el profeta para bien o para mal en aleyas de distintas suras del Libro Sagrado, me han tratado como a uno de ellos o, si cabe, mejor. Extraño para cualquier religión, el psicólogo que transcribe mi enfoque de los hechos sustituyendo a mi mano diestra, todavía torpe, redactor encargado de ordenar mi decir embarullado, se manifiesta agnóstico. Duda de Dios y cree en mí a pies juntillas. Hijo es de la duda y del convencimiento; y yo le considero hermano porque ha liberado de mi interior el vigor secuestrado, el arranque y el empuje que antes poseía a brazadas.

El próximo lunes iniciaré una nueva andadura: recomendado por el sicólogo que endereza mis pasos, voy a trabajar bajo su tutela. Daré testimonio de mi propia mejoría y, sirviéndome de la experiencia acopiada, animaré a los remisos, a quienes se encastillan en el sufrimiento, a los que mantienen el libro abierto en la página donde se representa el desastre. El Alto Comisionado para las Víctimas del Terrorismo, organismo recién creado, ofrece un equipo de sicólogos al que presta ayuda un grupo de víctimas ya redimido, gente que ha experimentado mejoras y se enfrenta a los días con ilusión. Aliviado en buena medida tras las sucesivas intervenciones quirúrgicas, apeado de la silla de ruedas, me voy haciendo a las muletas y paso media mañana en los potros de rehabilitación, estirándome, reforzándome, retornando en lo posible a mi ser. En cuanto cierro los ojos veo la chapa lanzada contra mi cuerpo desprevenido: un chafarote ardiente dueño de la fuerza recibida en la explosión, un disco solar que me deslumbra una y otra vez. Me dicen: “el tiempo y la voluntad sacarán a tu mente del laberinto, hilo de Ariadna que no debes soltar”. Lo creo, porque mi manera efectiva de enfrentarme a los problemas, sin librarme de ellos disminuye su efecto nocivo. No hay obstáculos insalvables: se saltan, se perforan o se rodean.

Al margen de cualquier confesión religiosa, de cualquier Dios, de cualquier mandato, se me ofrece la oportunidad de ser útil a los supervivientes de la tragedia que no logran recuperar el sosiego. Esperanza y reserva se mezclan en mi ánimo zarandeándome, renovándome. Esperanza y reserva se ayudan, se atemperan, aliadas en simbiosis fructífera. El próximo lunes, día catorce de marzo, abordaré mi inmediato futuro y, aunque temo no estar a la altura requerida, deseo con todas mis fuerza que el lunes llegue cuanto antes.

Pedro Sevylla de Juana

Nacido en Valdepero (Palencia) España, el año 1946
Reside en El Escorial (Madrid)
Publicitario, conferenciante, articulista, poeta y narrador

Premios:
Entre otros:
1997- Relatos de la Mar.
1999- Ciudad de Toledo de Novela.
2000- Internacional de Novela “Vargas Llosa”
2001- Paradores de Turismo de Relatos.
2005- Finalista del premio de novela Ateneo-Ciudad de Valladolid.

Narrativa
Primera etapa:
Los increíbles sucesos ocurridos en el Principado (1982).
Pedro Demonio y otros relatos (1990).
Segunda etapa:
En defensa de Paulino (1999).
El dulce calvario de la señorita Salus (2001).
En torno a Valdepero (2003).
La musa de Picasso (2007).

Poesía

Primera etapa
El hombre en el camino (1978).
Relatos de Piel y de palabra (1979).
Poemas de ida y vuelta (1981).
Mil versos de amor a Aipa (1982).
Somera investigación sobre una enfermedad muy extendida (1988).
El hombre fue primero la soledad vino después (1989).
Madrid, 1985 (1989).
Aiñara (1993).
Segunda etapa
La deriva del hombre (2006).

Ensayo
Ad memoriam (2007).

Ediciones colectivas
Premios de narraciones "Miguel Cabrera" (1997).
Premios "Relatos de la Mar" (1999).
Premios "Paradores" de Relatos (2002).

Página Web del autor: www.sevylla.com

   
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