LA NOCHE

Arrastro las hojas mientras camino. Me gusta el frío. Me acuesto con los brazos en cruz. La ropa pesa sobre mí como otro cuerpo; aprieto los párpados, alerto mis dedos en el aire, mi olfato se extiende y te toca; estás aquí.

Me besas en la cara y tu boca se escurre, ¿dónde comienzas, dónde termino?... Al abrir los ojos, escucho a la noche volverse líquida.


ADIVINANDO EL TIEMPO

Salgo y el aire me besa en la frente, siento que caigo aún cuando la baranda me sostiene. Soy tan blanca que al extender los brazos y echar la cara hacia atrás parece que lo que flota es un pliego de papel o una sábana.

Hace mucho que no sale el sol; hace más aún que la luna se esconde, el paisaje es de un gris humo bastante frío. Mi rostro tiene un matiz azulado. No puedo dar paso sin ayuda de los muebles y paredes que se me acercan. Mis brazos cuelgan, mi barbilla se encaja contra la base de mi cuello; con los ojos cerrados escucho correr la sangre, ese río en urgencia, lenguaje jamás entendido, voz líquida recorriendo el laberinto de oídos encostrados. Llevo varias noches escuchando cómo los corazones golpean las paredes de sus celdas exigiendo libertad. El mío hace tiempo que se ahogó, desde entonces me quedé con la costumbre de contener el aire, mi abdomen se contrae hasta pegarse hasta la espina: escalera endeble, desgastada estructura que sostiene a un títere. Soy hollejo, cáscara, caja... Asisto a mi propio entierro, media muerta, a medias muerta en la medida de que mueren mis viejos deseos, matando lo poco que en mí resusita para recorrer esos espacios; otra mañana, otra tarde, sin sol, sin luna, adivinando el tiempo.


ÁNGELES BLANCOS

Desde aquí alcanzo a percibir que tienes miedo, que quieres que la luz se quede prendida. Deberías dejar en paz esa sábana y ya no volverla tienda de campaña cada que crujen las escaleras.
Te acostumbraste a la compañía de tu hermano, al calor de tu perro, pero no seas cobarde y acepta que has crecido. La silla donde te cantaba mamá aún se mece y en la chimenea danzan sombras de primeros pasos; aún se escucha la música dulce: “Mambrú se fue a la guerra, que dolor que dolor que pena...” Nunca imaginaste que esa guerra de canción infantil existiera tan fría y tan ciega que no se dio cuenta que aquellos a los que disparaba, eran tu padre y tu hermano. Ahora la guerra también es tu hermana, comparten desde ese día la misma sangre, y generosamente te nombró heredero del dolor de la familia. No debes quejarte, pues aún te queda tu madre, ambos se comparten los recuerdos de lo que es la vida en ésta maravillosa casa rodeada de amplios jardines, lleno de ángeles blancos que, como yo, reparten las píldoras para dormir a las seis de la tarde.

AQUÍ Y AHORA

Tengo las manos contenidas en sus manos. Hay imagenes en los ojos que me hacen revisar minuciosamente cejas, pestañas... Me detengo en las pupilas y las llamo lunas. Lunas por su constante transformación, por las distintas opciones de mirarlas en todas sus fases. Pronto soy yo la que mengua en su sonrisa. Ya es imposible disimular. Me siento ridícula. Niego con la cabeza.

- Son las seis...

Atranco las manecillas del tiempo para prolongar el instante. Busco refugio a mis sensaciones y pensamientos. Pero todo parece estar completo, sobre todo muy frío. Lo único cercano es mi cuerpo.
Sobre el lado izquierdo de mi torso golpetea mi índice derecho.
Me mira preocupado.

- ¿Te duele?
- No; no por el momento
- Solo es aquí y ahora
- Sí...

Es lo único que alcanzo a decirle. Luego doy la espalda, aquí, a la puerta número dos del aeropuerto. Ahora.

EL TÚNEL

Un libro azul sobre el suelo lo hizo detenerse. Observó a la mujer:

- ¿Es suyo?
- Sí, gracias.

Ocupó el lugar junto a ella. Los acompañaba un silencio que prolongaba el túnel del metro. Con la mirada al ras de nada intercambiaron respiraciones.

Él, pelo revuelto y nariz quebrada.
Ella, labios finos y cuello largo.

Sus pensamientos recorrían el pasillo, hilados por una misma desazón. Él estiró las piernas, y tras acomodarse en el respaldo, se inclinó un poco:

- ¿Tiene reloj?

Sin contestar y levantando la manga del abrigo, ella le mostró su muñeca izquierda.

- ¿Sin manecillas?

No hubo más preguntas. Los párpados se cerraron y los brazos abrieron camino entre los cuerpos.

GARRAPATA

Te quedaste a vivir aquí, pero nunca me agradó tu compañía, parecías una garrapata: jorobada, de cabeza pequeña, sin dientes. Cualquier lugar en el que estuvieras se penetraba de un frío intenso.

Juana creyó que eras buena, buscaba tenerte cerca, la mayoría del tiempo la pasa encerrada rezando sus novenas a San Judas Tadeo.

Insistí que te echaran porque no eras buena, pero tu deformidad despertaba compasión. Egoísta; me gritaban cuando les advertía mis corazonadas.

Cuando encontraron muerta a Juana, parecía como si las polillas hubieran drenado su cuerpo. El exterior estaba intacto pero por dentro encontraron un reloj que simulaba los latidos del corazón. Yo supe que tú eras la culpable, por eso te fuiste sin decir nada.

Desde hace días no puedo hablar, ni quiero que me miren a los ojos. Que no se abran las ventanas... Sé que has vuelto.

 Rossana Camarena.

Guadalajara, Jalisco 1968.
Licenciada en Diseño Gráfico
de la Universidad Autónoma
de Guadalajara.
Desde 1996 participa en el
taller multidisciplinario
coordinado por Patricia
Medina en Literalia.
Colabora con una columna
en El Informador.
Participa en las lecturas
“lunes de poesía” coordinado
por Raúl Bañuelos y Jorge
Orendáin.
Su primer colectivo “Verbo
Cirio“ está en prensa.

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