21. Ese niño muerto

Ese niño muerto que llevo en brazos desde hace varios años, ¿qué sepultura no pude darle? ¿La del diluvio, que en una sola mordida se tragó las hazañas de los hombres, sus puertas, cunas, plantíos de trigo sarraceno? ¿La de Dios, que sin saberlo él, ama lo mismo que yo?

Ese niño muerto que llevo en brazos desde hace varios años, ¿qué madera noble roe en mí como polilla de alas polvorientas? ¿Qué madera del andamio de mi alma? ¿La que me recorre por dentro como el esqueleto de la noche?

La miré en el panteón: descabellada y sonriente, sus metáforas en cántaros llenos de ramos primaverales. La vi sonreír mientras yo iba cavando el hoyo con mi pala de desdicha. Fui muda. No pude decir: “Te lo entrego”. Siempre fue suyo.

Ese niño muerto que llevo en brazos desde hace varios años, lo fui a enterrar. No me lo devuelvas con la cuenca del ojo vacía.


22. La loba en febrero

La loba lleva en el hocico toda la memoria del bosque, sus noches enrolladas en el cuello. Ulular de lechuza, susurro de nevada que se posa sobre el suelo cuidando de no rasgar su corteza de piedra.

¡Qué florestas, qué arboledas habrán crecido en mi recuerdo! (presas que se desangran bajo los colmillos de la loba!)

¡Qué espesura pacientemente diseñada por las estaciones desde las bellotas, las sámaras, el polen encerrado —fósil fresco en el cofrecillo de la mente—!

El tapiz de nieve se desenrolla hasta el trono del roble (un carrilete del invierno). ¡Ah, el polen de mis seis años! ¿La poudrerie , ah la lluvia de copos blancos (insectos enamorados que sólo tienen un día para conquistarse y morir): tornado de blancura que los troncos ronda como velo o pañoleta.

¡A qué horas levanté vuelo para aterrizar aquí en el trópico, en la zarza de la bugambilia que dejaría, sobre la nieve recién caída, una mancha violeta o fucsia, corazón pequeño tirado en la blancura?

Fragua de las imágenes de febrero en el cielo de hoy.


23. Dios nació en noviembre

El silencio por nadie se quebranta
José Gorostiza


Eso, sólo Dios lo sabía a ciencia cierta. Pero qué mudo es, Dios, qué callado como el agua.

Sabía que tú y yo íbamos a ser globos de helio, subir al unísono, empujados por el viento del espíritu. Sabía, El que Es, que al tejerme tú la piel que te desea sobre los huesos, con tus agujas mágicas, ibas a empeñar más que el helio de Su respiración.

Qué silencioso, ese dios que sabe el futuro y no me dijo nada, no me habló de la llaga luminosa, no me habló de ti hasta que yo supiera que la distancia que tú impones pianissimo es Su mismo murmullo silente en mi oído.

24. El dios Mercurio, mudo

“Y había vendido mi alma para saber.
Ahora, entendía que la había vendido al demonio,
sino a alguien mucho más peligroso: Dios”
Clarice Lispector

Amordazado por mi mano izquierda, el dios Mercurio está mudo.

Tener el dios de la muerte rector del medio cielo, tenerlo con los brazos en círculo como si abrazara un tronco de árbol invisible, cubriendo con su capa la Luna, haciendo en su alrededor un cilindro de tela negra.


El pozo otra vez, el pozo, y no caer, no decir, tampoco renunciar.


¿Adónde voy con esas palabras como silbidos de silbato de ultrasonido para perros?

Nadie escuche. Quien tenga el regente del caput mortum —heraldo de la putrefacción que produce flores de loto en serie— haciendo el amor con el astro de noche interprete mi carta astral.

25. Receta

Las desfallecidas voces oculares que se acuestan sobre la noche como lápidas luminosas y retornan luego de las alturas, aparecen en la página en blanco. No crudas, no veladas con pálida mortaja de muselina, sino disueltas, con el reflejo tendido de manto entre la oscuridad y la luz.

Migración de lo áspero, lo súbito, lo ácido en la hoja, ¿qué rumbo tomas?

¿A través de qué pulmón transitas en largas estadías del soplo retenido para alcanzar al fin el regazo, el largo pecho del poema?

26. Notas sobre el regazo


Flota como espuma en el mar de rumor callado de la mente, traje vacío sobre el invisible tendedero: el regazo del hombre.

Lugar de cercanía y única luna soterrada en la piel, nido a destiempo que la geometría ha destinado media hipotenusa más abajo.

El regazo es la impostergable cuna, mecida por qué mano falta de amor, qué flor falta de verde, un hueco visto a través de qué oscura lente.

27. Portada de un tratado de neumología clínica


La portada del tratado de neumología clínica tiene una estatua decapitada. ¿Habrá algún día tenido cabeza? ¿Habré tenido yo algún día cabeza?

Pero a qué viene esa preocupación por las cabezas, si a las doce en punto se abrirán las compuertas del cielo y bajarán como pájaros extrañamente alados ángeles de largas vestiduras blanqueantes que ondean como banderas de paz en fuego cruzado.

La cabeza sueña los pulmones de la estatua que posó para la portada; los ángeles llegan, los oigo a lo cerca.

28. Tino


Leer acertadamente los signos.

No estar ciega ante la digestión de imágenes del azogue.

Mirar cómo la luna del armario se traga el contenido entero de la alcoba y deforma los rostros (no inmutarse mientras los rostros hacen caras y muestran las encías).

No entregar el alma al piso; no dar puntapiés con la suela.

Pensar una tela basta para niebla, querer la noche de luna vieja, ponerse un tapón en la boca, imaginar un páramo verde dentro del ojo vendado, idear una frente de cubierta, llena de pescados vivos aun.

29. El talco de tu rostro


El talco de tu rostro, Cristo, su blancura.

Quebrántame: soy insecto en un pedregal sacudido por la mano furiosa del Dios.

Convénceme de que tu mano que apuñala es la misma que acaricia.

Fabrícame huesos capaces de soportar el peso de tu ausencia.

30. En mar abierto


Guardián de media sombra, cuido muy bien los barrotes de mis costillas (me hice de una menos para mirar el sonido).

No usurpo el sueño: lo cruzo con el camino de los cuervos (Mira el ombligo en la vela: chasquea en el viento del aliento.) (¿Sabes cómo se formó arriba del mar, agitando la espesura y la sal en láminas argentadas?: de un desgarrón en el cielo.)

Esa noche de aguajes, la atravieso a vado: el astro matutino sale del otro lado del alma (traigo a colación su paraíso de frutas pasadas).

Camino recto como un pilar y tu luz me dobla como la blanda aguja de un reloj muerto. El borde filoso del verso me apuntilla. He aquí mis huesos también blandos: se disolverán en el panteón.

No sé si las palabras morirán antes que yo.

31. Frialdad


La cúspide del invierno no llega con la nieve, los oscuros grumos blancos que revolotean en leve estampida, un alud de alas de mariposa. El destierro del color no es simple marca en el tiempo, zaga del verano donde la resolana cruzó de junio a octubre como flecha. Llega cuando los postigos están cerrados, cuando el laberinto es tramposo y tiene agujeros en el entramado de sus pasillos: uno cae, no regresa no por haberse perdido, sino porque se le abrió la tierra bajo los pies.

Tengo frío. Tres encrucijadas emblanquecidas se abren. Parajes donde aparezco destazada: muñeca, índice, vísceras, pulgar, frente y costillas, esparcidos en el espacio más nevado de mí.

32. Sobre los mundos


Qué arañas diminutas en el cerebro del aire tejen octagonales velas de seda y qué telas de alcatraz, tan suaves, tan bastas.

Qué flores pequeñísimas caen dentro de sus venas: rosa granizada de pétalos, se detienen en la muñeca que la poesía no se ha cortado aún, para seguir el rastro azul de las palabras, los tiernos ojos de la mañana, una hilera de cejas persiguiendo los árboles de la mirada.

Dios, el Otro, dicta el último verso.


33. Baraja con un loco


El loco se detiene tropezando en el umbral de la intersección, sosteniendo una vara similar a un cetro. La soba como si fuera mascota (un conejo, una paloma). No se sabe si es de medir, de golpear o si con ella ejecuta trucos de magia.

El pobre enarbola una sonrisa débil, una sonrisa de don nadie, desdentada, arrugada en el rostro amarillento. Finge verter ácido (que según eso, él recogió del agua de lluvia) sobre una imagen. Quiere desaparecerla, dice, como si estuviera catando la realidad con lejía muy concentrada.

Tal vez no finge: en el dorso de la mano, tiene dibujado un número.

34. El esplendoroso río ultravioleta


El esplendoroso río ultravioleta del primer pétalo de un poema es un insecto oscilante en el trazo de su capullo. Oh blanco rostro del sol franqueando el umbral de los labios: se come el mundo, engulle lo de afuera tendido al final de cortantes hilos invisibles. Lo jala hacia sí: ¡qué sístole de colores esa temblorosa barrera que rompen las palabras!

Todo lo que no es igual a uno despierta. El laberinto de sus dedos aspira las plantas de abril, la eva crucificada en las puertas de una ciudad lejana, la certeza de la raíz en el valle, el árido germen de los remos en el agua, la pesada lengua de yunque que saca la ventana y como camaleón se desenrolla para llevar hacia las papilas gustativas de su alma la llaga del mundo, el sol, el polvo.

35. La mirada glauca del ángel


Esa mirada glauca del ángel que no veo por vibrar demasiado para mis ojos quietos (dos sepulcros menores en mi rostro: anhelan sorber la quietud cara a cada, la paz lengua con lengua), esa mirada me quebranta.

“Resucitad al muerto y matad al vivo”

Todo se me densifica, ya no soy omnividente, hija de Dios que persigue su alma con una red cazamariposas mientras la mirada glauca del ángel la cubre con su silencio de tumba.

El alma sabe: el pasadizo está en ese mirar que vibra justo afuera del sosiego, justo afuera del olvido.

36. Te sueño a veces

a José Manuel Álvarez
in memoriam


Te sueño a veces con tu rostro asalmonado, tu larga túnica blanca y tu cruz de la Orden de Acuario que con sus manos de cordel se aferra a tu cuello de anciano.

En mis sueños, hablas para todos los oídos que me tengo dentro de la cabeza, no uno específico, no el que nunca te oyó en los campos verdeantes de Veracruz, sino el que a destiempo te escucha en la vaporosa blancura de la noche.

Oh la dormida que soy, la mariposa derribada que me volví en la cenagosa y gravosa prueba, te mira ondular como vela que golpea en el viento salino, no caminar sobre el agua, no bendecir con tu mano grande, sino hablar de Dios.

Hablar del día en que el atavío de luz sea también mío.

37. Un arca perdida en alta mar


Ah poeta que hunde los dedos de tu alma en el pozo interminable donde se acuesta el cielo a morir con un ángel azul en la cabecera. Feroz golpe de tinta. La página no es blanca: es amarilla como una yema.

Yo que soy y no soy poeta, he tropezado con eclipses, he sido en la boca de Dios un arca perdida en alta mar con su pequeño cargamento —hormiguero de palomas y tigres y libélulas—. He sido navío sin velamen que sigue ciego la oscura línea de viento, nao que sólo la mano velluda de un ángel empuja hacia adelante como lenta flecha.

38. El mar espumea cadencioso



El mar espumea cadencioso en el caracol del oído. Brilla de noctiluca y sé que cada destello fosforescente que lo ilumina es algo que me djiste o el eco de una declaración de amor que quisiste hacer y no llegó a sonido, encerrada en su propio silencio como los peces o los nochizos del bosque.

El mar de Dios espumea cadencioso en la espiral del alma. Lo acusarán de nocturnidad, el pobre, que tanto ama esos rostros.

39. Mar de Dios


El océano, pradera de agua plateada, tiene sistema circulatorio, venas de aguamarina, y el líquido que Dios le vierte es veneno cuando en lo alto no sale, fuera de órbita, nuestra luna de estaño.

En este veneno hay una semilla, una semilla de navío plantada en el oleaje rojo, que se volverá cuerpo menor y tendrá cuartos como una casa, cuerpo con todo y voz, todo y muñecas, todo y palpitaciones, su ostra de garganta y ojos de pupilas sanguinarias que condensan la sombra como imán.

Los menudos remos de la sangre lo empujan corazón arriba, y usted me dirá: “No sé cómo es el corazón del mar, si está nevado, si tiene cámaras de deseo, si pulsa como entraña de vestiduras escarlatas, si ha amado o fabrica, en lugar de amor, licores de congoja marinados en la sombra”.

40. Epifanía menor


Refulgente con la materia de Dios, compareció en el umbral de mi sueño (esa mano que me envuelve en otro lugar de mí misma con su capullo de dedos).

Con la mirada me dijo: “Soy San Miguel Arcángel”.

Lo miré desde el escalón más bajo, el más cercano al parvulario donde vive mi alma ahora.

Abrió los labios y dijo: “Françoise, tú tienes una puerta”.

Me pareció asombroso que un ser de semejante acuñación me llamara por mi nombre (tantos nombres que hay).

De repente, le sucedió lo que a Cristo: se empezó a transfigurar, como si su rostro fuera máscara de oro. Cerré los ojos (no vaya a ser que la luz ciegue mis pupilas como a quien mira el sol detenidamente durante un eclipse). La brillantez me despertó.

Han pasado más de cinco años. Aún no sé dónde está la puerta.

 | siguiente | regresar |