Peregrina.

Peregrina de ojos claros y divinos
y mejillas encendidas de arrebol;
mujercita de los labios purpurinos
y radiante cabellera como el sol.
Canción de Luis Rosado Vega y
Ricardo Palmerín


Al Dany lo encontraron ahogado. Su cuerpo flotaba en la resaca, macerándose en salmuera. Parecía un cúmulo de detritos marinos. Para proteger sus redes, dos pescadores de calzones percudidos, pies blanquecinos de humedad, lo sujetaron con una soga. Luego lo jalaron hasta la orilla de la playa. Apenas tocó tierra firme, hubo una vertiginosa pululación de cangrejos.

Los empleados de la funeraria local le ganaron la llegada a los agentes. Ellos fueron los encargados de delimitar el área y de contener a los curiosos. Y no fue sino hasta horas después, luego de las diligencias de rigor, que a una señal del agente del ministerio público se aproximaron al bulto; uno de ellos impulsado por una vieja camilla metálica. Y vieron el cuerpo hinchado sobre el suelo ardiente agrietado de salitre, sus ojos eran dos almejas putrefactas. Vieron los rojizos jirones de lo que fue una camisa, esos botones de plástico en forma de barrilito, pobre imitación de marfil, los trapos de color mostaza que formaron parte de los pantalones y la hebilla del cinturón con la imagen de Malverde, el santo de los desheredados.

El muchacho moreno de camisa rotulada con el logotipo de la compañía funeraria parecía a punto de asfixiarse, estaba en cuclillas, enfundadas las manos en guantes de plástico blanco transparente, buscaba entre los restos los puntos precisos de donde habría que sujetar para levantar el cuerpo sin que se despellejara. El hedor era terrible. De repente, volteó el rostro hacia los curiosos.

-Pendejo –les dijo-, ya nadie se acordaba.

Daniel Ruperto de la Salutación, El Dany, su alias de gran fama en los arrabales, que de estibador había ascendido a capitán de navío, para degenerar luego, a causa de su devoción por el alcohol, en crápula, ladrón y sablista. El día en que murió ahogado caminaba por la orilla de la playa, su figura casi disuelta en la niebla baja, andrajoso, el rostro cubierto de mataduras recientes, y una vieja y dura cicatriz en el pómulo izquierdo, recuerdo de una puñalada benévola; transitaba las horas muertas, pálido y sediento, de regreso del muelle a donde acudía diariamente obligado por la sed y el hambre. Siempre en la espera del arribo de los pesqueros; siempre a la caza de algún pescador compadecido, dispuesto a brindarle un trago y un taco a cambio de su oído atento y su trato obsequioso. Pero no, no hubo suerte esta vez. Bajo el influjo del alcohol a duras penas conseguido pepenando metal toda la mañana, vio el horizonte neblinoso, la bruma sobre el mar inmóvil era una sucia sabana amarillenta; vio el agua putrefacta, vio los residuos de grasa y tripas de pescado, una botella de cerveza rota, una tanga manchada de alquitrán; vio flotar en el cielo crepuscular a una bandada de gaviotas, una formación de pelícanos, y más en lo alto, un grupo de alcatraces adormeciéndose sobre un calmo estanque de aire.

Esa noche había soñado que entraba en una cantina infinitamente grande. En el pórtico, un cartel escrito en letras góticas, indicaba: la serena o quizá, la sirena. Se introdujo buscando algún rostro conocido. No, ningún pescador a la vista. Se sentó en una de las mesas que encontró desocupadas, y se dedicó a beber, extraño, sin preocuparse por la cuenta. Advirtió que frente a él, un par de rostros vagamente conocidos le sonreían. Algo interesante se traían entre ellos pues constantemente le lanzaban miradas furtivas. Cuchicheaban como dos cómplices, pero no alcanzaba a entenderlos. Luego repetían esa palabra ¿Perdonarse? Par de jotos –pensó. Estaba a punto de unirse a ellos, cuando de repente lo atacó una urgencia. Se levantó y corrió al mingitorio, reteniéndose. Abrió de una patada la puerta. Ante él, un atestado vestíbulo, y en su interior una muchedumbre platicaba como preparándose para una fiesta, reían, y a lo lejos, un bullicio le llegaba en oleadas. Desesperado, empujó y rechazó una segunda portezuela de tijera. Ahora estaba sobre un extraño escenario, ante un auditorio estimulado, como a la espera del inicio de alguna obra de teatro. El miedo escénico vino con la punzada en su vejiga y luego esa tibieza entre sus piernas, y a su nariz llegaba ya el dulce olor de la orina. Buscó a los lados entre las candilejas, en el piso, un medio de salir airoso, pero sus pies se hundían lentamente como en hoyos en la arena. De repente se sintió pesado, un leve aflojar de intestinos. Y él no atinaba a encontrar un retrete. En seguida, apareció en escena una mujer desnuda. Vio claramente sus senos pequeños, su cintura estrecha, y por un instante pareció reconocer los rasgos, la sonrisa de su peregrina. Quiso tomarla en sus brazos. Pero sus pies se hundían en una mierda espesa.

-Mierda. Soñé que me hundía en la mierda –murmuró Daniel, apenas abrió los ojos.

-Vas a recibir dinero –dijo alguien-. Cuando uno sueña con mierda es señal de buena fortuna. O de muerte inminente –añadió, convencido.

-Inmi ¿Qué?

Volteó a ver el rostro de la voz y reconoció a Loreto, su compañero de parranda, echado sobre un catre de lona.

-Inminente. Que va a suceder pronto.

-Traigo seco el gaznate, y tú con tus pendejadas.

Daniel acababa de despertar en el cuarto desmantelado. Yacía boca arriba sobre un colchón marcado por quemaduras de cigarros. Se sentía enfebrecido, la voz le temblaba, las manos le temblaban; su cuerpo entero era un tremedal orgánico. El calor empezaba a hacerse sofocante en el cuartucho de lámina negra.

-¿No quedó ni una gota?

La frente bañada en sudor. Blanquecinos labios secos. ¿Dónde conseguir dinero?

-Debiste de rebajarlo. Te lo dije. No dejaste ni pa’l pobre gato.

-¿Y el micifuz? ¿Anda por aquí el minino? Michito michito, brrr. ¿Darán algo por el micifuz?

-¿Quién te va a dar algo por un pinche gato mugroso? Tu madre que. Vamos a buscarle Danielin. Porque aquí, no creo que un apiadado venga a curarnos la cruda.

A través de las rendijas, el sol mañanero sembraba lumbre sobre sus cuerpos. Las manos trémulas de Daniel, hurgaban en los bolsillos de su pantalón. Un bulto. Los ojos se le agrandaron.

-¡Una receta! –exclamó.

-¿Como iba la canción esa...? La canción que cantabas anoche. Peregrina de ojos claros y divinos –canturreó Loreto con su voz aguardentosa.

-Una receta. Mira, Diasepam.

-Para maldita cosa te sirve sin un centavo. Puedes limpiarte el culo si quieres. Vamos a buscar a los muchachos. A ver donde terminaron la parranda.

>>Oye. ¿Y si te echaste a la gringuita esa?

-¿Cual gringa?

-Ya no te acuerdas. A esa que le cantabas anoche, hombre, a la desaparecida. La de ooojos claaaros y diviiiinos. Si hasta llorabas a moco tendido.

-Y como no me voy a acordar –Daniel entornó los ojos-. Pero hace tanto. Además no era gringa. Era güerita, eso sí. Y eran otros tiempos. Tenía los pechos chiquitos como dos mojarritas.

Así estuvieron por un rato, discutiendo se ponían entre ellos de vuelta y media y al instante, como si nada, tan amigos como antes. Hasta que, acosados por el terrible encierro, decidieron salir cada uno por su lado. Daniel cogió una bolsa de plástico negro y tomó el camino de la playa. Caminaba buscando en la arena. Veía con atención, buscaba, reculaba, luego recogía los trozos de metal, los envases de aluminio vacíos de cerveza y los iba acomodando en la bolsa. Los dolores de cabeza le llegaban fuertes, cansadores, y sin que viniera al caso, esa palabra volvía a resonar en su mente, perdonarse.

Llenada la bolsa, se enfiló rumbo al depósito de chatarra. La meta, doce pesos para completar el precio de una pachita de mezcal. Ya se encargaría después de llenar la tripa.

En el camino se encontró con el Cuachas. Estaba en la llantera del Poncho; quitaba la rueda trasera de un destartalado camión urbano, su ropa cenicienta de mugre parecía camuflarse con el negro ceniciento de la llanta. Siempre hay un olor penetrante a grasa y polvo en estos talleres.

-¿Qué dice mi Cuachas? ¿Nada p’a curar a su amigo?

La desdentada sonrisa forzada en medio del esfuerzo con que atacaba el birlo, aflojando el hierro terco incrustado en la herrumbre. El Cuachas colgándose de la enorme llave de cruz.

-Allí mi Dany. Sáquele sangre a esa caguama. -señaló con la mirada a la grasienta botella de cerveza colocada sobre un bloque de madera, igualmente pringoso de grasa.

Daniel dejó la bolsa en un rincón. Tomó el envase cafesoso entre sus manos, entrecerró los ojos y se empinó de un trago la cerveza. La tibieza del líquido ambarino le erizó la piel de los brazos. Y mientras el alcohol invadía sus venas se sintió dichoso, asustado, porque comprendió que solo así, su organismo recobraba esa sensación bienhechora.

-Te dejo seco mi Cuachitas. Pero es por una buena causa –le dijo al tiempo que tomaba la pesada bolsa y se lanzaba al ardiente sol de mediodía.

Cuando llegó al corralón, el negro Tobías acomodaba unos costales de ixtle repletos de envases de aluminio prensados, formando una pirámide. Mejor no molestarlo. Dejar que termine su faena. Este calor. Terrible la cruda en estas horas.

-¿Cuánto traes Dany? –preguntó Tobías a modo de saludo.

-Apenas completé uno padre.

-Mmmm. Acomódalo sobre la bascula. Te lo recibo como fierro viejo ¿eh?

-Tú mandas mi negrito.

Pinche negro abusivo ¿y el aluminio qué?

>>Cuando acabes. De veritas que no traigo prisa. ¿Y no tendrás algo padre? Me está llevando la tiznada.

Tobías pareció no escuchar. Se dirigió a la báscula y empezó a tantearla.

-Ocho kilos a dos pesos cada uno nos da catorce -murmuró.

Metió la mano a la bolsa de su pantalón y sacó un montón de monedas. Y contándolas, una a una, las fue colocando en la palma abierta de Daniel.

Apenas salió del depósito de chatarra enfiló por el callejón de los borrachos, rumbo a la tienda de abarrotes de Doña Lupita. Las tripas ya le hacían un reclamo. Le dolía la cabeza. Pero trataba de mantenerse sereno. En su cansancio, volvía esa idea de morir. ¿Será cierto que en los últimos instantes de un moribundo aparece una imagen de los principales momentos de su vida? Ahora le sangraba la nariz. ¿Será cierto que esas imágenes son la despedida del alma? Su vida era atroz.

Dicen que todo tiempo pasado fue mejor. O acaso debido a la distancia magnificamos los momentos buenos y poco a poco vamos borrando los malos. No era ese su caso. Todos sus recuerdos eran malos. Lo más cercano que estuvo de conocer la felicidad fue cuando vivió con Beatriz, su peregrina. Con ella, todo fue una primera vez; primera vez que se adentró en el alma de una mujer; primera vez que confió ciegamente en alguien, que dejó expuesto su corazón; primera vez que hizo el amor sin pagar por ello. Pero al reflexionar en esos momentos, en ese lejano tiempo en que la conoció, irrumpía en su mente el día en que la encontró hojeando una revista, y concluía en que ese acto, trivial en si, ese volver de paginas fue lo que cambió el curso posterior de sus vidas. En una de las confidencias provocadas por el alcohol, Loreto le había contado un secreto. Beatriz había estado casada. El golpe fue tan terrible que lo dejó sin resuello. Estaba decidido a no reclamarle; quedarse callado. Darle tiempo. Pero al verla hojear esa revista, no pudo contenerse. Debió saberlo: su amor era un frágil puente al borde de un abismo. Conoció a Beatriz en uno de sus viajes. Él era capitán del Atún cuatro. Se vieron tres o cuatro veces por diferentes bares de la ciudad hasta que él se decidió a hablarle de amor. Después de un breve noviazgo ella se decidió a seguirlo. Llevaban un mes viviendo juntos en ese hotelito a la orilla de la playa. Ese día, Beatriz lo esperaba al final de un largo sendero de palmeras. Sentada en una de las dos poltronas, bajo la enramada cubierta de buganvilias del hotel, ella estaba de espaldas y no se percató de su llegada. Distraída volvía las páginas. Él esperó un momento parado tras ella, y alcanzó a leer los diversos anuncios.

Dormitorios con cuarto de baño.

Cocina completa. Jardín. Amplia terraza, vistas al puerto y a la ciudad.

Una recamara.

Disponible los meses de verano por semanas, quincenas o el mes completo.

-¿Qué buscas? –preguntó Daniel.

-No hay nada que hacer aquí. Hojeo revistas –respondió Beatriz. Pasó precipitadamente las páginas y luego añadió: -¿Ya pagaste la cuenta?

-A mi no puedes engañarme. ¿Puedes prestármela?

-Claro, toma –contestó asombrada.

-¿Estas pensando en irte?

-Querido, tengo que pedirte que me aclares la situación. Me cuesta decirlo, pero no tengo mas remedio - Beatriz no levantó la mirada-. Ya recibiste tu salario. Y yo estoy aquí, atascada. No puedo salir ni a la calle. El administrador ya me imagina levantando el vuelo como si fuera una sinvergüenza, sin pagar la cuenta. Y tú te apareces como si tal cosa.

-Que extraño.

-¿Qué es lo extraño?

-El que busques departamento.

-¿Qué te hace pensar que era eso lo que buscaba? No buscaba nada en particular. Solo hojeaba la revista.

-Que casualidad. Que estúpido soy.

Ella calló.

-¿Porque no dices nada?

-¿Es necesario que diga algo?

-Sí, muy necesario –dijo él con dureza.

-¿Has estado tomando?

-No me respondas con otra pregunta. ¿Por qué no me lo dijiste desde un principio? Quien sabe si lo hubiera comprendido.

-¿Y que es lo que tenía que haberte dicho?

-Loreto me dijo que conoce a un tipo que dice ser tu marido. Un pobre alcohólico del que huyes. Eso, eso me dijo.

-¿Y así, sin más, se lo creíste?

-¿Por qué iba a mentirme?

Pero Beatriz calló nuevamente.

-¿Por qué no hablas? –preguntó con ansiedad.

-Tengo que irme –contestó por fin. Y se quedó mirándolo con tristeza.

-Entonces es cierto –dijo Daniel, amargamente.

-Me voy. Espero que tengas la amabilidad de pagar la cuenta.

Durante los días que siguieron solo pensó en ella. Se sentía irritado, infeliz. Pasó una semana entera bajo los efectos del alcohol. Nunca estuvo seguro de que fue lo que realmente hizo en ese lapso de tiempo. Se veía caminando de cantina en cantina, en oscuros prostíbulos, se veía en la celda de una comisaría. Incluso recordaba a Beatriz en medio de esa niebla. Recordaba su cabello rubio, el roce de sus labios fríos como tocados de muerte. La veía avanzar hacia él con sus ojos impenetrables y descubría su rostro en el rostro de una puta.

A partir de entonces empezó para él una vertiginosa caída, de inmensas noches con olor a alcohol que poco a poco se fueron transformando en días. Perdió su trabajo. Y luego pérdidas y más pérdidas.

El primer trago de mezcal le supo a gloria. Como por arte de magia se intensificaron los colores del aire. Y desaparecieron esas imágenes de su peregrina, que como un reproche le sorprendían cada vez que se encontraba seco. Pero el mezcal no duraría mucho.

Y la visita al muelle se tradujo en una merma. Ningún atunero había llegado, ninguno de sus antiguos compañeros de travesías a la vista. Con los que se topó fue con el Cuachas y el Loreto. Estaban sobre las rocas de la orilla sacando ostiones. Sobre las tablas del muelle, una bolsa con limones y una botella de salsa picante, pero estaban más secos que una piedra. Comió lo que pudo y se retiró en cuanto se terminaron la botella.

Emprendió el camino de regreso por el lado de la playa. Bajo el influjo de los restos del alcohol veía el horizonte neblinoso, la bruma sobre el mar inmóvil era una sucia sabana amarillenta; veía el agua putrefacta, veía los residuos de grasa y tripas de pescado, una botella de cerveza rota, una tanga manchada de alquitrán.

Y las imágenes de ese sueño volvían disueltas entre la frontera de la realidad y la fantasía. La tez pálida, los ojos resignados, Beatriz desnuda, sí, era ella, su peregrina. A medida que se adentraba en el agua sentía un sabor amargo en su boca. Y de repente, el miedo, un miedo infinito a morir con los pulmones inundados por lo desechos de las alcantarillas, y sin embargo seguía sumergiéndose como un autómata. Perdonarse. De nuevo esa palabra se desliza –intrusa- en su cabeza, repitiéndose monótonamente. Daniel hace lo posible por expulsarla. El agua lo cubre y sigue adentrándose en el mar como en un sueño crepuscular. Ya no tiene aliento. No tiene miedo. Ya no le importa nada. El cansancio lo ha librado de sus temores. Ahora la maldice, la odia. Por su culpa perderá la vida. La ve erguirse lánguidamente entre las algas convulsionadas, tiene los ojos acuosos invadidos de arena y el mismo rostro rígido que tenía ese día que le sujetó el ancla al cuerpo, puesto que decidió que ella no flotaría. No, ella sería una ahogada pudorosa; su cuerpo sería asiento de madréporas Y como si no acabara de morir, entiende que es ella la que implora, perdóname, al tiempo que se aleja hacia el fondo marino arrastrada por el ancla, repitiendo la palabra que poco a poco se transforma.

Perdóname, perdonarse, pondenarse, condenarse, no me mates.



Pobre Molly.

“Y debido a que sabemos poco,
nos gustan mucho los pobres de espíritu,
más si son mujercitas.” Nietzsche.


Es increíble lo equivocados que a veces podemos estar con respecto a las personas y a los acontecimientos. Voluntades y sucesos que vemos como una verdad grande, acaso no serán solo mera fantasía. Y es que la gente saca conclusiones de la escasa información que recibe y luego les extiende el certificado de veracidad. Hoy, con el paso del tiempo, cualquiera podría jurar que el Chato murió victima del mal de amor. Las pasiones dejan más victimas que un terremoto, dicen los vecinos, y en todas estas tramas, según ellos, siempre hay una mujer que se encarga de encenderlas. A la pobre Molly le tocó personificar el papel de mujer fatal. Y yo, como el tercero en discordia, no salí muy bien librado.

No cabe duda, la verdad es democrática. Los hechos propenden a borrarse cuando los olvida la gente. Pero algunos se transforman, y prevale la versión que circula entre la mayoría, hasta convertirse en lo único cierto. Cuando recuerdo al Chato, veo sus ojos absortos, su semblante ensimismado, sus hábitos literarios que hablaban de un Salvador impostor predominando sobre el Dios verdadero. También recuerdo el tajo preciso con que abrió la panza de un gato, y la extraña inscripción que grabó a fuego en la piel ya curtida, y que aun hoy no he logrado descifrar. Pero nadie habla de ello, es lógico, hasta hoy, no tenían manera de saberlo.

Al principio, fue el propio Chato quien me citó en su casa con el propósito de presentarme a su prima Molly. Ella, recién llegada de los Estados Unidos, había venido a pasar con ellos la semana de pascua.

En el camino, yo iba pensando en una chiquilla flaca y desgarbada. Así que ensayé mentalmente un ademán de hombre de mundo y un: “much pleasure”. Cuando la tuve delante. Sorpresa. Todo se vino abajo. Mi mirada se extravió entre las cuatro paredes y el techo de la sala, buscó después asidero en los detalles de la decoración. Mis manos se hicieron de trapo, y golpee sus dedos al saludarla torpemente. De repente, no me atreví a mirar de lleno y a los ojos a esa diva púber de pelo trigueño alisado en dos largas colas; piernas largas y torneadas, y el cuerpo envuelto en la novedad de las turgencias y las sinuosidades. Y cuando finalmente fijé en ella la mirada, de golpe me pilló observándole los senos.

Esa noche no logré conciliar el sueño. En ese punto de mi temprana existencia nacía en mí una agitación y un desvelo anteriormente ignorado. Todas las compañeras de la secundaria se me antojaron insustanciales y llanas como tablas.

Al segundo día de su estancia, por la vergüenza de haber sido pillado, no me aventuré a encarnar el papel de pretendiente enamorado. Más bien opté por darme aires de interesante. Esperaría a que fuera el Chato quien primero me buscara. Como había sido siempre. Sobre todo desde que andaba inmerso en esas lecturas místicas, de cabalas, de luces y de sombras, y asumía que yo era el depositario fiel de sus ritos y secretos.

Lo más triste, sin embargo, fue que del Chato y su parafernalia, no tuve noticia en todo el día, menos de Molly, la deidad de la belleza encarnada. La jornada se me dilató haciéndose eterna. Aun así, me propuse transitarla dignamente encerrado en mi cuarto.

Al tercer día me levanté más temprano que de costumbre con dos propósitos. El primero, el de escurrirme cuanto antes de la imprudente sombra de Fernando, mi hermano de siete años. Y el fundamental, observar de cerca el misterio de la insondable hermosura de Molly.

Me acicalé en silencio y salí a la calle a la carrera, tratando de no ser visto.

El plan era sencillo. Buscaría un pretexto para acercarme a ella haciéndome el encontradizo con el recurso de, pasaba por aquí. Aparte que, de cualquier modo, normalmente yo me la vivía ahí, en la casa del Chato.

Con todo, todavía con cierto encogimiento me parapeté en una esquina tanteando el terreno. Observé movimiento en el jardín exterior. Luego escuché risas infantiles provenientes del patio. Decidido emprendí la marcha.

Al irme aproximando reconocí a Molly, que en ese instante, apoyándose con una rodilla en el piso, de espalda a la calle, daba un beso tronado a un niño que a esa altura estaba fuera del alcance de mi vista. La ansiedad que en ese momento me dominaba se transformó en angustia al advertir de quien se trataba. ¡Era Fernando, mi hermano! Éste, al notar mi presencia levantó la vista, lo que indujo a que ella, instintivamente girara el cuerpo hacia mí y, tropezara yo con un paisaje inédito y perturbador: Su sonrisa a contraluz enmarcada por los rayos del sol mañanero rozándole el pelo, y el ondulado nacimiento de sus blancos senos.

-Está idéntico a ti -dijo ella a modo de saludo.

Y le dio otro beso a Fernando, que acaso terminó rozándole los labios.

Siguió un compás de silencio ante el momentáneo desajuste que me sobrevino por la insinuación que noté en sus palabras.

Ay, Dios mío. Pensé. Que tonto me siento. ¿Y ahora que digo?

El corazón empezó a latirme con violencia. Entonces percibí al mundo entero girando en derredor mío, como a la espera de esa frase ingeniosa que me sacaría del apuro. Pero nada. Me quedé parado ahí, mudo. Y de no haber sido por el Chato, que en ese momento irrumpió por la puerta salvándome del ahogo, me hubiera quedado con el estigma de idiota por el resto de mi vida.

-¿Eh? ¿Aquí estas tú, atarantado? Ven, vamos.

Y jalándome del brazo me alejó de mi fundamental propósito del día.

Por esas fechas llegó al pueblo un circo. Era una horda de húngaros trashumantes que acarreaban tras de si una ristra de jaulas con un revoltijo de animales famélicos y hediondos. Se instalaron en las orillas, dispuestos a seguir viviendo a costa de la candidez de la gente. Las mujeres, ataviadas con un amasijo de vestiduras floreadas y unas bolsas colosales recorrían las calles ofreciendo la lectura de las palmas con sus correspondientes conjuros. Más de un pleito con navajas provocaron con sus solemnes certificaciones de los designios del pasado y del destino.

Esa tarde, asistimos a la función los cuatro: Molly, el Chato, Fernando y yo. Anunciado por los magiares con gran estrépito y frenesí como la apoteosis traída de las grandes carpas de Francia, el espectáculo, más que asombro nos dio lastima. Encerrados bajo el intenso calor de un tenderete remendado, nos dedicamos por dos largas horas a ver como, en la pista, cinco maromeros sucedían las representaciones valiéndose de los más desatinados recursos. Socorriéndose de un niño maestro de ceremonias, que con gran pompa iba presentando a la trouppe. La cual consistía en tres viejos percherones que se dedicaron a pasear por la pista, encaramados en ancas, a tres changos impúdicos. Además, en el centro de la pista, Rudy, el Tarzán más hermoso del mundo, a lomos de una falsa cebra, fustigaba a un viejo león afligido y asmático.

Al regresar todos a casa me sobresalté incapaz de dominar mi emoción cuando en un alto en el camino, Molly, mostrando cansancio, recargó su cabeza en mi regazo.

Al otro día, si no me creía su novio, ya me sentía con derechos. Fuimos todos los compañeros de clase al río, distante dos kilómetros del pueblo. Yo, con Fernando vestido de príncipe colgado de mis brazos, me retrasaba en la caminata alejándome del grupo compacto que se había formado alrededor de Molly.

-¡Apúrate! Nos estas atrasando a todos -nos gritó el Chato

-Váyanse adelantando, allá los alcanzamos –le contesté, y tomé de la mano a mi hermano.

Pínche greñudo ridículo, de seguro lleva días sin bañarse. Que se largue. Pensé

-Ustedes irse delante -atajó Molly en su español mocho. Y sin duda percatándose de mi disgusto se acercó a nosotros y tomó ella también a Fernando de la mano.

Y así nos lo fuimos llevando. A ratos columpiándolo, a ratos dejándolo que correteara delante de nosotros. Cuando quedamos rezagados del resto del grupo, en mi fuero íntimo me figuraba a nosotros dos caminando juntos tomados de la mano.

-¿Y cuándo te vas? -le pregunté. Tratando de ahuyentar la zozobra que me abrumó de repente al verme frente a ella, por primera vez sin la presencia del Chato.

-Am... Pasado mañana. ¿Por qué?

-Fernando te va a extrañar mucho. ¿Sabes? Se esta encariñando mucho contigo.

-¿Nada mas Fernando?

-Bueno... todos. En realidad… yo, el Chato. Todos, sí, todos.

-Me conformaría con que aparte de Fernando me extrañara uno más.

-¿Quién? Si se puede saber... ¿Alguien que yo conozco?

-Sí, y muy bien –cuando contestó, arropó mi rostro con su mirada.

-Y ese alguien, que yo conozco muy bien ¿Significa algo para ti? -Insistí.

-Sí.

-¿Y quien es ese que tu dices que conozco?

-Tú dímelo.

-Te digo si me dices con que letra empieza...

Y súbitamente se plantó frente a mí, estática, respirando hondo. Con los ojos entornados parecía esperar un beso.

-Este momento lo voy a guardar siempre en mi corazón –susurró ella.

Yo me quede atónito, incapaz. Temblando de alegría y recelo.

Entonces ella tomó la iniciativa y me cogió el rostro con ambas manos. Luego me dio un beso húmedo y suave, impregnado con el sabor a fresa de su labial americano.

Y yo. Me quedé callado.

Sí.

Callado.

Ya en el río, ella se introdujo primero. Luego me pidió a Fernando con las palmas arriba moviéndolas hacia sí, haciendo un mohín gracioso. Por los bordes de su talle la mansa corriente formaba ondas imprecisas que con el vaivén del agua provocaba que la camiseta mojada se pegara a su cuerpo, descubriendo la forma de su vientre y su cintura estrecha.

A todo esto, el Chato se mantuvo ajeno. Se le veía abstraído y ausente. A ratos como con un desasosiego.

Al regresar esa tarde entré en un estado de exaltación extraño en el que todo el universo me abría la puerta de las posibilidades. Como si de repente todo fuera posible, inclusive volar si me lo proponía.

Repasando las acciones y las omisiones hice un balance en el que de cualquier modo salí ganando. Sopesaba lo acontecido camino al río con la actitud huraña del Chato.

Aunque por mi parte, Molly era ya el amor de mi vida, la estrella de mi corazón, en interior sentía algo parecido a un reproche.

La víspera de la partida de Molly, me aparecí por la casa del Chato desde temprano. Éste no pudo evitar se le desfigurara el rostro al verme. Bruscamente me tomó del brazo.

-Ey, tú, atarantado ven p’a acá -me jaló hacia el jardín posterior y no me permitió ni siquiera asomarme al interior de la casa.

-Es que...

-¡Es que nada! ¿Que no te das cuenta, idiota?

Y me metió al viejo y oscuro almacén en el que sus padres depositaban los utensilios de labor, y que en los últimos tiempos nos había servido de escondrijo, a salvo de miradas extrañas.

-¿De que? –pregunté.

-Desde cuando no vienes a buscarme... andas atareado ¿eh? Desde que llegó ella, ya hace casi una semana que nomás te estorbo. Crees que no me he dado cuenta. Bueno. Pues para que te enteres, Molly se va a ir de aquí y yo me quedo. Y en cuanto a ti, Molly, te exijo le muestres la verdad.

Tornó el Chato la mirada hacia un rincón. Ahí descubrí repentinamente a Molly, quien se acercó a nosotros poco a poco, emergiendo de la penumbra.

-No seas rudo -dijo ella, y al tiempo que surgía, como si angustiada acabara de salir de un mal sueño, me miró como ausente.

Decir ahora que si en ese momento me hubiera ido de ahí, dejando las cosas como estaban nada hubiera pasado, sería ocioso. Pues en ese punto chispeaba en mi cabeza la curiosidad provocada por la palabra pronunciada por el Chato: la verdad.

-¿Cuál verdad? –pregunté, y dirigí a Molly una mirada desolada y suplicante.

-Jurar que guardar este secreto por siempre -contestó ella.

Y estirando los brazos me tomó una mano y la colocó en su seno izquierdo

>>tocar el símbolo del poder creativo. La nueva sexualidad, planta de la vida después de la muerte –añadió.

Mi corazón empezó a palpitar fogosamente al palpar la suavidad del contorno. Ella estaba vestida solo con una bata camiseta de tela delgada.

-¿Cuál verdad? –insistí.

Cuando vi que el Chato se acercaba a mí blandiendo un extraño verduguillo, retiré instantáneamente la mano.

-Nuestro proyecto. Que pronto lo olvidaste -contestó éste. Y al hablar lo hacia de una forma teatral. De repente, artificial y grandilocuente– Bastó una semana de amor con esta perrita para que olvidaras nuestro pacto. Pero no importa. Al fin que ella va a ser el camino que nos despertará la libido para adentrarnos en el alfabeto del deseo del libro del placer, ante la postura de la muerte.

-Vaya, vaya. Ya entiendo -entoné-. Tu viejo amigo el dios Zos ¿Eh? ¿Y yo que papel juego en esta representación? ¿El de la víctima inmolada?

-Tú vas a acompañarme en el viaje de ida y vuelta a la casa de la muerte. Necesito ayuda y bien que lo sabes.

-¡Pero como no! ¡Claro! Morimos, y luego regresamos. Fácil -agregué, sarcástico- ¿Y a fuerza tiene que ser así, Chato? ¿De casualidad no te diste cuenta que todo este tiempo solo jugábamos un juego? Una travesura que tú estas llevando demasiado lejos. ¡Molly! -Traté de despabilarla- No sé que te haya hecho o que droga te haya dado este estúpido, pero ya despierta y vayámonos de aquí.

-¡Molly! –exclamó el Chato.

Y ella, como obedeciendo una orden, se encogió de hombros, y dejó resbalar por su cuerpo la delgada bata, descubriendo la blancura de su desnudez que como un destello saturó mis ojos con sus tetillas de sonrosadas salientes. Y la finísima senda de incipiente vello que bajaba de su ombligo y surcaba su vientre hasta llegar al pubis, coronando su sexo, invadió el espacio de mi discernimiento, impidiéndome razonar con claridad. La excitación consiguiente indujo a que la sangre, agolpándose en mis sienes, empezara a desbocarme los sentidos.

-¡Eh aquí! La luminosidad de la belleza, el símbolo supremo del culto a la sexualidad concentradora del deseo del Zos, el relámpago soberano liberador de la energía de la libido -clamó de nuevo el Chato, con gran desparpajo-. El ojo de Ayin. La muerte acoplada al sexo en la unión de las almas.

Bastó que escuchara la palabra muerte para que regresara yo de ese letargo en que me tenía la visión del mórbido y delicado cuerpo desnudo.

-¡Vete al diablo! –le grité.

Después de la exclamación, mi puño hendió el aire y fue a estrellarse contra la fachada grotesca del Chato.

Inmediatamente, salí corriendo.

De la bella Molly, desde que se regresó al norte, no he sabido nada. No sé, quien me asegura que no venga estas pascuas.

Al Chato es al que sigo esperando. El pobre, no ha de poder retornar sin mi ayuda.

   
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