Nadie llegará
mañana
poemario premiado en Panama
Premio Nacional de
Literatura Ricardo Miró 2002

Manuel Orestes Nieto

publicamos aqui un fragmento
de su poemario

Para Helena y Ethielt

Mañana de ámbar

1.

¿Viven aún en ti
las gruesas gotas de los aguaceros de zinc
de esta ciudad en octubre?

¿O es que aquellas lluvias
fueron el naufragio gris de una memoria baldía,
un cristal herido por el limo,
una calle enroscada en las sombras?

¿Dónde estará la mañana de ámbar
y su luz que, al partir,
no esperó por mí?

2.

Llegaba el verano
y no íbamos al mar.

En esta guarida de pobreza
no habían aviones que abordar
hacia otros países;
el planeta se reducía a estas calles
que conocíamos con los ojos vendados.

Muchos de nuestros juguetes
los hicimos con nuestras propias manos;
corríamos por el barrio
hasta la muerte del sol
y volvíamos a casa,
evadiendo el regaño y las preguntas,
como quienes viven
entre el miedo
y las ganas de crecer.

3.

Entre el restaurante Napoli y la farmacia
contábamos veinticuatro pasos lentos
o cinco segundos rápidos
para cruzar a la otra acera.

Aquí estaba nuestro hogar,
el epicentro,
el territorio y el aire,
los afectos y los rostros,
frente a la hilera de árboles de mangos,
dos cariátides aladas de bronce
con sus rostros de mujeres imperturbables
y la Pensión Crespo, húmeda y ruidosa.

Aquí hicimos nuestra infancia,
sin saberlo entonces,
en una bifurcación inevitable del destino.

Pero era el centro de la tierra, no lo dudes.

4.

No ocurrió nada memorable
para ser escrito en los libros
de historia patria.

No protagonizamos los sucesos
que ocurrieron mientras crecíamos;
no nos dimos cuenta
de los escándalos y las noticias,
de los muertos en los periódicos,
ni supimos cómo se iniciaban
aquellas batallas campales
entre estudiantes y policías.

Fuimos un cardumen disperso
en la tempestad de sobrevivir.

No quedó registro,
huellas
ni discusiones acaloradas.

A lo sumo, el trazo de una bengala azul,
esta bruma en los recuerdos,
fracciones de rostros,
contradictorias vergüenzas
y alegrías fugaces que estallaron
en las bocacalles.

5.

Teníamos un estadio de fútbol
sólo para nosotros.

Era la algarabía nunca vista,
excepto al llegar mayo
cuando volvían a clases
los alumnos del Instituto Nacional.

Y, sin remedio,
replegados, escurridizos,
merodeábamos por la muralla viéndolos jugar
con envidia y con rabia,
hasta desquitarnos en el próximo verano.

6.

A la hora de los entierros
la abuela siempre repetía lo mismo:
"Respeten a los muertos."

Cuando entraban, por fin, al cementerio Amador,
en grupos, abrazados y heridos,
vestidos de negro y blanco,
volvía el ruido de la vida en el mediodía caliente,
sin que supiéramos
quién se había marchado
ni quiénes le lloraban.

7.

Tus ojos achinados,
tus manos de otro mundo,
tu cintura estremecedora
y tu pelo azabache.

El amor de todos a la vez,
la asombrosa niña al final del cielo
que paralizaba el corazón colectivo
de una jauría impúber.

Tú que al irte
dejaste en la calle la silueta de tu sombra
y un olor a sándalo en las escaleras.

Pero, ¿cuál era tu nombre?

¿Cómo te llamábamos
cuando saludabas desde el tercer piso
de tu diminuta ventana?

8.

Domingo López Chang
cometió la osadía de creer en mí.

Le contaba sin parar
y él sonreía.

Le fantaseaba historias
y las adornaba
con un ritmo de tambores sobre la mesa
y silbidos de aves con su boca.

Nos divertíamos descarrilando un tren,
disparando morteros de guerra
sobre la ciudad de noche
o siendo los primeros en arribar a las estrellas.

Un niño vivaz
y un viejo sabio,
en un lunar minúsculo del planeta.

Nunca pude decirle
que me enseñó como nadie
a esculpir sueños
en la madeja de los años
y que logré, por fin,
cauterizar la tristeza y moler su dolor.

9.

La casa ya no está.

La ciudad fue masticándola
con todos nuestros recuerdos dentro.

La derribaron
y no lo supe sino mucho tiempo después.

El precio que aún debo pagar
es demasiado alto:
no tengo a dónde volver
para reunir los pedazos perdidos,
las piezas más queridas del engranaje
y el eco del corazón cuando late.

10.

Bella Vista era un mundo inalcanzable,
un barrio como esculpido en hielo,
lejos de nuestra frontera.

Allá estaban las mansiones
con portales y flores,
como de mentira.

Acá era la terrible pregunta
de mi hermana menor
cuando pasábamos en el autobús:
¿Por qué ellos pueden vivir allí y nosotros no?

11.

La pelota que tanto quise
y nunca llegó a mis manos,
la que tanto anhelé
y no me fue regalada,
la que le dije a los amigos
que tendríamos para jugar
hasta morirnos de cansancio,
terminó por romper el cristal
de la última navidad inocente de mi vida.

12.

Lavábamos carros por diez centavos.

A veces no nos pagaban
y estaba bien,
era parte del negocio.

No teníamos ninguna pena;
era la combinación perfecta
de los meses de invierno
y el derecho ganado
en una calle propia para divertirnos
y, de paso, cobrar.

13.

Las Bóvedas era como arribar
a la capital del paraíso.

Allá íbamos por toda la Avenida A,
hasta llegar al borde del mar.

La Plaza de Francia era una fiesta,
una ilusión,
un día feliz,
un jolgorio.

Al volver al barrio,
extenuados y tocados por la plenitud,
era casi como haber viajado
a otro país.

14.

Entre frituras,
chicharrones y corvinas fritas,
la Calle K era una serpiente nocturna
capaz de envenenar la sangre,
con sus soldados enormes deambulando,
aquí en El Límite
y en las puertas prohibidas de los bares
que decidimos abrir, a pesar de todo,
para saber qué había dentro.

15.

Mariscal era jamaicano,
hablaba inglés
y trabajaba en la Base de Howard.

Murió solo en su cuarto,
dice mi madre que fue del corazón,
y nadie supo a dónde llamar
ni cómo encontrar a sus familiares.

16.

A lo mejor,
nuestro más grande boxeador
de todos los tiempos
recuerde aquella memorable pelea,
como de campeonato:
noqueó a dos y rompió una mandíbula;
él solo contra siete, una explosión valiente,
un adelanto exclusivo
para nuestro barrio
del héroe que sería después.

La vida era, entonces, risas, puños,
patadas
y aplausos.

17.

Mi hermano mayor
nos llevaba a Punta Paitilla
en la bahía
a elevar las cometas de bambú y papel.

Podíamos correr
y desplegar todo el hilo a favor del viento
en aquella libertad.

Comíamos emparedados
envueltos en papel manila,
tomábamos Malta Vigor
y correteábamos entre las piedras y las olas.

Lo que nunca nos dijeron
era que ese borde de mar
no era nuestro,
y que allí, con el tiempo,
se levantarían rascacielos que cortarían el cielo
e impedirían el vuelo de los pájaros.

18.

Cuando inauguraron El Cosita Buena,
lo mejor no fue el baile apretado,
ni la música
que hasta el amanecer
se escuchaba a diez cuadras de distancia.

Lo realmente extraordinario
fue aquella avalancha de caderas juveniles
que nunca habíamos visto
y que nos dejaban boquiabiertos
y con los ojos desorbitados
en mitad de la noche
y la lujuria.

19.

De la existencia del Canal
se hablará hasta el fin de los siglos;
y también de aquellos que íbamos a robar mangos
al otro lado de la Avenida 4 de Julio.

Pensándolo bien, es como poseer una medalla;
pero no cruzábamos a robar
porque los árboles y las frutas eran nuestras,
aunque nos hicieron creer
que no nos pertenecían.

20.

La tienda de Chefa era como un oasis
en la Avenida Ancón;
no fue el gran supermercado,
pero allí comprábamos la comida diaria
y, sobre todo, teníamos un crédito impecable
que mamá, celosamente,
cancelaba todas las quincenas.

21.

Al fondo de la calle,
en Las Quíntuples, esos cinco edificios idénticos,
vivirá, sin llegar nunca a morir,
el secreto mejor guardado de la tierra.

Ni el más carnal de mis amigos
supo jamás
que allí fue el impacto devastador
del primer fracaso de mi vida.

22.

Nany se fue con Jacinto a Nueva York.

Ella era negra, tibia e irresistible,
y él un campesino blanco de Guararé.

Se fueron a conquistar el mundo,
colgados de la obsesión
de que aquello era mejor que el cielo.

Treinta años después regresó,
como una historia de bolero;
su español era extraño, casi un trabalenguas,
y sólo hacía preguntas
sobre un país y una calle
que ya no existían.

23.

Ibamos a la doble tanda a ver películas,
al Dorado, al Variedades, al Ancón,
pero no habrá mejor cine que El Hispano,
sobre todo porque Cayito era casi el dueño
y su abuelo había autorizado
que nos dejaran pasar
los fines de semana
sin pagar la entrada.

24.

Mi padre volvía por las tardes,
estacionaba su camioneta
de reparto de galletas y golosinas,
trataba de estar en familia,
alegrarnos la vida
y no dejarse vencer.

Todavía me pregunto
que habrá querido decir
con aquella frase lapidaria:
"Recuerden que la escalera de los pobres
no tiene el mismo número de escalones
que la de los ricos".

25.

Aquel niño que ves allá,
en la acera rota
y entre la luz de la tarde,
el que juega pix,
hace filigranas con su hilo y su trompo,
pierde sus canicas en el ñuflú,
es el delantero derecho de su equipo
y juega beisbol
como pitcher izquierdo,
ese niño bañado en sudor
que grita alegre
y hace piruetas en el cemento,
me invita a jugar,
me mira desde lo que fui
y permanece allí, de pie,
en la misma tarde violácea
en que nos despedimos para siempre,
con un abrazo
y sin decir palabras.

26.

El piso de la casa era de madera
y las paredes de cemento.

Todo se oía y nos conocíamos las pisadas.

La tía Teresa tenía su cuarto al fondo,
un perro sin dientes,
una gata malcriada
y una melancolía que se apoderaba de ella,
entre las sombras
y las lágrimas amargas.

27.

Lucha libre sabatina
en el gimnasio Neco De la Guardia,
en el corazón de El Chorrillo.

Cada semana iba la gallada
y nos sentábamos lo más cerca posible
del cuadrilátero.

Lo máximo:
Máscara contra máscara,
Máscara contra cabellera,
un frenesí de silbidos
y sillas volando por los aires.

Un espectáculo electrizante,
parecido a lo que vendría después:
las victorias
y las derrotas,
el escarnio
y los golpes bajos,
los abucheos
y la vergüenza.

28.

Cuando murió la abuela,
en el velatorio de la Iglesia de Santa Ana
habían cinco ataúdes al mismo tiempo,
como si esperaran turno;
pero no, era un sólo grupo,
juntos y sin conocerse,
y una sola misa colectiva.

Entre la confusión
nos mezclamos varias familias
y varios dolores.

No se sabía
quién lloraba por quién.

Así son las cosas aquí a la hora de morir,
como esta herida
aún abierta en el costado,
esta tarde plomiza
y su llovizna,

en el confín de la magia
de unos ojos de anciana
que aún me miran
desde el macizo precipicio
de la ausencia.

29.

Rosita
fue algo así como mi maestra y confidente,
en la escuela Presidente Valdés,
en el límite de dos barrios
y el terror de cruzar las calles.

Cada mañana escogía a tres alumnos
para ir al comedor escolar;
se me paralizaba el corazón
cuando ella los iba señalando,
uno a uno,
y no era de los agraciados para desayunar
aquel vaso de avena
y un pan con mantequilla.

30.

Nos fuimos poco a poco,
casi uno a uno,
sin despedirnos,
en el tropel de los años.

Se iba una familia,
se llevaban al amigo,
se esparcían las visitas ocasionales
y, luego, ya no volvían.

Tampoco nosotros regresamos;
la hora de partir nos laceró
como si un mundo se hubiese
venido abajo.

¿Es que realmente estuvimos allí?

31.

¿Cuándo sucedió esta corrosión?

¿Cómo llegó aquí esta ruinosa tristeza,
este derrumbe
y este bullicio seco?

¿Cómo fueron muriendo,
a la vista de todos,
las escalinatas,
las aceras,
los vecinos
y el orgullo que nos envanecía?

¿Dónde diablos fuimos a parar
y dónde están las paredes y los clavos
que nos sostenían?

32.

De pie, en este terreno baldío,
entre la yerba y el polvo ocre,
siento que he perdido el rastro,
que secuestraron la luz,
el impulso,
el cincel que nos hizo
y el aire
que respirábamos a bocanadas
y que fue toda nuestra libertad.

33.

Otra multitud fue ocupando nuestro lugar,
más pobre aún, más silente;
no me reconocen
ni los reconozco,
aunque hayamos vivido en las mismas casas,
en la misma calle
y dormido en las mismas noches.

Es lo más parecido
a un extranjero que visita por curiosidad
un barrio esquinado
y con las vigas rotas.

34.

¿Importará al mundo
que este sitio,
como la escama desprendida de un pez,
se haya extraviado
en el convulsa colisión de los años?

¿Será así como se pierde el hogar,
las ciudades, el país?

¿Emboscados en las indolencias,
entre fiebres y desvaríos,
sepultados en el polvo
de las mezquindades?

35.

Fue, a pesar de todo, la maravilla.

Tan grande como un continente,
como un corazón deslumbrante;
el lugar originario,
el recuerdo más antiguo,
el territorio único
donde pudo pastar a sus anchas
la inocencia.

Y, sobre todo,
una especie de patria diminuta,
concentrada en la humedad,
con la raíz en el cemento
y en el magma ardiente
de un tiempo irrepetible.

Manuel Orestes Nieto.
Panamá, 1951.

Autor de doce poemarios, publica desde 1970.
Recibio en tres ocasiones el Premio Nacional "Ricardo Miró" de su país (1972, 1983, 1996, 2002), con los libros: Reconstrucción de los Hechos, Panamá en
la Memoria de los Mares, y El Mar de los Sargazos, Nadie llegará mañana.

Ganó el Premio Casa de las Américas en 1975 con su libro Dar la Cara.
Ostenta la Medalla Gabriela Mistral otorgada por el gobierno de Chile con motivo del 50 Aniversario del otorgamiento del Premio Nobel a la escritora chilena. Recibe el Premio Nacional de Literatura Pedro Correa en septiembre del 2000, por la excelencia literaria del conjunto de su obra poética.
Fue Subdirector General del Instituto Nacional de Cultura, Director de la
Biblioteca Nacional de Panamá y diplomático. Miembro del Consejo Editorial del semanario literario y cultural Tragaluz del diario El Universal.
Es autor, además, de: Rendición de Cuentas, Noticias de Pájaros, El Cristal entre la Luz, No me permito llorar, Poemas al hombre de la calle, Este oscuro lugar del planeta y Entre palabra y palabra. Publicó en el cálamo en 2001, Poeta de utilidad pública

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