Preludio de verano

Clara María Rowland

Montaigne dijo que los hombres
contemplan con asombro las cosas
futuras; yo tengo la manía de
asombrarme ante las cosas pasadas.
KATHERINE MANSFIELD



I

Por la tarde logré salir de mi habitación

Por la tarde logré salir de mi habitación, caminé, con pasos apresurados, hacia el jardín. Mi deseo era que Sara me llamara desde allí. Al bajar las escaleras, deparé con la tía Adelia en medio del corredor. Sobre los rasgos de su cara, trazos dolorosos continuaban desprendiéndose. Después, encorvándose todavía más, la vi, por primera vez, aniquilada por el peso de un llanto desesperado. Pensé que no iba a resistir la visión de ese dolor. Levanté la mano y me acerqué a su hombro, no sé si llegué a tocarlo o no, fue un instante de tal fugacidad, que no consigo retenerlo en mi memoria, sólo sé que dejó de llorar y fijando su mirada sumisa en mí como un animal acorralado, murmuró en voz baja unas palabras escurridizas que haciendo eco en nada, se volvieron blancas y volaron.

Corrí cruzando el jardín, ahí detenido tentándome la memoria, a través de parterres que configuraban un cementerio, y llegué sin darme cuenta al lugar donde había nacido. La rigidez de mi cuerpo era total, con lo cual no podía realizar el más ligero movimiento ni articular sonido alguno. Todo estaba en ruinas, todo me pareció una profanación, algo tan terrible como la propia muerte. De repente vislumbré de lejos la casa grande; su quietud no era más que un sobresalto de angustia, poblado de rumores malignos, inaudibles y, a pesar de la abismal diferencia, en aquellos instantes los dos lugares se asemejaron en porciones perfectas. Entonces sentí que el tiempo es siempre destrucción y tal vez no se pueda ser feliz en ningún lugar.


II


Antes, cuando era muy niña, no me llamaba Cordelia como la hija del rey; antes, cuando vivía en aquella cabaña de cuatro paredes agrietadas, marcadas por manchas marrones, ya secas, por los caprichos de las gotas de lluvia, me llamaban de otra manera: un nombre común, tan común, que ya lo olvidé. Hoy soy Cordelia, estoy sola en la casa grande, siempre fija aquí, sirviendo para acostarme, despertar, dormir, despertar, pensar y reunir los añicos de una saudade.


III


Las ocho, hora de acostarse, decía mi madre, únicas palabras por mí retenidas, además de la obligación diaria de colocar un vaso de agua todas las noches en su mesita de cabecera. Para aliviar el insomnio, decía. Pero yo me perdía siempre en el camino que me traía de la escuela. Estaba convencida de que en los interludios de las tardes sucedían cosas fantásticas, llenas de misterios, y yo las perdía por no estar bien atenta. Me consolaba, por tanto, observando las pequeñas grietas donde al menor descuido brotaban flores atrevidas, o los pequeños roedores en correrías juguetonas o quietos o distraídos sacudían sus naricitas. A pesar de los misterios ausentes, era la hora mágica, mía, inmediatamente desvanecida al aproximarme cautelosa a la puerta de la casa, abrirla despacito y con el susto de llevar siempre, al unísono con aquel tufo de olores y humedad, miradas severas, rostros caídos, sin un rincón posible donde esconderse. Dentro de ese mundo oscuro, de bombilla eterna, encendida, ocultando el sol insistente jugando allá afuera, venía en mi auxilio, desde un lugar al fondo, el cuerpecito de mi hermana Ema. Corría en dirección a él y colocaba mi cabeza sobre su vientre ondulante. Sobre él se dormía mi mente, y se borraba el escenario que se desarrollaba en derredor: mi padre sentado a la mesa, mirando sin ver hacia un vaso vacío, mi madre de espaldas meneando en unas cazuelas sobre una estufa de dos parrillas semipodridas y mi abuela embriagada con todos los líquidos morados de todas las botellas vacías.


IV


La casa era enorme, se divisaba de lejos, nunca me atreví a visitarla, sólo en sueños y en la imaginación. Mi abuela, tres veces por semana, se encaminaba hacia allá. Desaparecía por entre los árboles que se elevaban más allá de los muros, y yo pensaba mucho en el mundo que transcurría detrás de todo aquello. Un mundo apacible, abundante en espacios y muchísima luz entrando por las grandes ventanas, clara y verdadera. Cuando regresaba, corría a su encuentro. Revisaba en las bolsas de plástico los restos de restos que tintinaban a regalos de Papá Noel y, sin dejar nunca de intuir los motivos de mi curiosidad, hacía las mismas preguntas de siempre acerca de ese paraíso terrenal. Ella se limitaba a acoger mi cabeza por entre su vestido ajustado, sin fijar la vista en mí, evitando de ese modo delatar el cansancio que flotaba sobre su rostro. Una vez, una sola vez, vencí mi miedo, desafié todos los retos. Esperé el día señalado y seguí a mi abuela. Me mantenía a una distancia prudente, sumida en una atmósfera de encanto que crecía en la medida en que ella, la casa, aumentaba hasta detenerse en sus reales dimensiones. Me agarré a una esquina del portón y la contemplé en un retrato transformado en eterno. Una cascada de luz se precipitaba sobre ella. En las paredes blancas, salpicadas por enredaderas, brillaban en exceso las ventanas azules con cortinas que ondulaban, y por entre las sendas de los parterres trotaba una niña, más o menos como yo, en un poney castaño.


V


Una vez, sin darme cuenta, Ema creció, dio un salto de algunos centímetros y ya caminaba dando brinquitos por los campos. Era esbelta, enfundada en un cuerpecito huidizo, pálido, lleno de miedo; daba dolor, un dolor callado. Un día, sin explicaciones plausibles, Ema desapareció, huyó así, sin más. Hubo búsquedas incansables y, cuando las nubes oscurecían la luz de la luna, la encontramos encogida en el tronco de un árbol. Jamás pude entender de dónde vino aquello, y el porqué, pero en un brillo como relámpago, observé por entre las sombras la mano de mi madre que propinaba varias bofetadas sobre la cara de mi hermana, con gritos agudos de: ¿por qué nos hiciste esto? Salpicaron gotas de sangre y yo agradecí a la oscuridad el haberlas enjugado y que en ellas no se reflejasen el pavor de Ema y mi rabia impotente en relación con mi madre.

De regreso a casa, limpié discretamente con la manga de mi blusa el líquido que goteaba todavía de la nariz y de la boca de Ema, tratando temerosa de rozar con mi mano su bracito. Acostada me arrimé lo más posible a Ema, sintiéndome feliz por el don de la penumbra. Ella nos envolvió y apagó la luz.


VI


Una vez, mi abuela me presintió así, rebelde, ante tanta indiferencia, ante tanto silencio. Me llamó y trató, con gestos discretos, de apaciguar los fantasmas que adivinaba en mi silencio. Una tarde, con una actitud hasta ese momento sin forma definida para mí, destapó un frasco blanco y me mostró un polvo blanco:

—Es tan potente que pondría a dormir a un elefante, a cualquier ser viviente —me dijo ante mi mirada interrogante.

Enseguida, cerró el frasco con la palma de la mano y, apretándolo como si aplastase un misterio, lo deslizó por debajo de nuestra cama. El secreto me entretuvo por algún tiempo, alucinando mi imaginación. Me interrogaba sin cesar hacia qué mundos extraños eran arrojadas las personas que lo tomasen. Y pensaba en sus cuerpos que perdían poco a poco su peso, transformándose en aire, flotando en derredor, preludio de un largo viaje.


VII


Mi abuela no era muy vieja, pero parecía o pretendía parecerlo, vejando sobre aquella superficie arrugada una sensualidad resistente venida de tiempos no remotos. Una noche, así era de costumbre, tardó mucho en llegar. Al aparecer por fin, conducida por un filo de luz, se transfiguró en un ser de pesadilla. Venía lastimada, con el rostro hinchado y los labios heridos. No caminaba, se tambaleaba, dejando caer, alternadamente, una pierna sobre la otra. Mi madre, de repente, encendió la luz. Con escasos gritos y determinación feroz, la expulsó. Nadie se levantó, nadie llegó a entreabrir los ojos, ni yo. Sabía, muy dentro de mí, que ella prefería creer en mi sueño profundo, evitándome de esa manera la visión de aquel abandono.



VIII


Mi abuela no volvió y todo era insoportable. Deambulaba por los cuatro rincones de ese cubículo claustrofóbico, rememorando las veces en que la ayudé a levantarse: en las plazas, en las manzanas, tratando de negarme lo que ya todos sabíamos, pues era a la sombra de su tierna presencia como yo me olvidaba de aquella silueta sin vida llamada madre. Debía tener el rostro desfigurado, lo presentía ante el espejo, y me lastimaba que mi madre se levantase todas las mañanas, en un silencio absoluto, y que dentro de él, mi dolor le fuese tan indiferente.


IX


Las horas iban y venían. Cuando a lo lejos se precipitaba el aro perentorio del verano, fingí escapar hacia un lugar muy lejano. Desde allá, mi abuela captaría esa percepción, provocando en ella una fuerte necesidad de encontrarme. Me escondí en un rincón a la vista de todos. Me armé de paciencia, dispuesta a permanecer en él mucho tiempo. Lo que al principio me pareció una tortura, se me fue revelando con un alivio, me sentía feliz, sabiéndome alejada del mundo, del brillo del calor listo para devorar. A mi madre, más que preocuparla, mi esconder la irritó. Me arrojó con desprecio arriba del colchón con los gritos de:

—¿Qué es lo que pasa con esta chica?

Llegué incluso a caer encima de Ema, quien se estremeció sin moverse. Lágrimas amargas me escurrían por dentro, estaba prohibido llorar, acarreando con ellas un resentimiento hasta entonces nunca sentido y una hostilidad intensa en relación con mi padre, perpetuo, en la silla, de manos sordas, remoliendo el hueco desolado de su alma.

No sé si alguna vez volveré a caminar por el camino barroso bajo una lluvia fina y soñar con cuánto cariño te encargarías de mí, abuela, si todo hubiese pasado de una manera diferente.


X

Tal como una inmensa boca lista para devorarnos, el tiempo continuaba circulando; entonces deseé una catástrofe cuyos estragos cayesen sobre nosotros y, en el silencio de su proceder, un ángel nos librase de esa luz mortífera reflejada. Y fue a través de sus filos brillantes cuando una vez tuve frente a mí la cara de mi madre, mirándome como si no me viese. Penetré en sus ojos. Encontré en el brillo de sus profundidades un sufrimiento inhumano, sin paz ni resignación. A partir de ahí, no cesé en mi empeño de vigilarla, con un ansia curiosa de descubrir alguna cosa.

Una tarde, por casualidad, fui protagonista de una revelación. Mi madre descansaba con placidez, la veía del otro lado de la casa y por las sombras imprecisas de la habitación, me aproximé con pasos contraídos hacia un rincón vedado tan sólo por una vieja cortina. Me incliné sobre su rostro durmiente y quedé paralizada delante de esas facciones que dormían. Parecía un adorno, como si una vida la hubiese dejado y otra la tomase por completo. Disimuladamente me alejé, pisando la tierna imagen de mi madre, y arriba suspendidas, seguían las otras, las de polvo blanco, las del secreto de mi abuela, las del ritual del vaso de agua. Pero la que más me remarca yace al lado de mi cama, sobre un escarabajo pataleando desesperadamente en el aire, que al presentirme se fingió muerto y yo, sin razón aparente, lo pisé casi a propósito. El ligero estallido de su cuerpo me provocó una repugnancia sin límites y una lástima absurda.

A la mañana siguiente, la imagen de mi madre me surgió en un descuido, enorme, fría, perfecta, mientras advertía que mi corazón era el único que latía. Cuando dejó de hacerlo, mi madre ya no estaba; me senté en el peldaño de la puerta y llevé a Ema a pasear por el campo.


XI


Mi madre tardaba en volver, desaparecieron así los cuidados que ella nos dispensaba. Me encargué, sobre todo, de regar su pequeño jardín, el rinconcito de su refugio. Me empeñaba en mantenerlo bonito, entreteniéndome de ese modo siendo benévola con su recuerdo. Pero una fuerza más grande hacía que todas las cosas se fuesen deteriorando paralelamente a las personas, y un polvo espeso carcomía aquel espacio, serpenteando sobre los lavamanos distribuidos debajo de las goteras, sobre las cazuelas amontonadas impregnadas de restos de comida, sobre las ropas sucias extendidas, desde hace mucho despojadas de sus cuerpos, para finalmente fundirse en una melancólica luz amarilla donde, a través de su tenue membrana, yo podía divisar un frío que calaba y sus plantas ya muertas que no había podido yo salvar.


XII


Entre la niebla que escondía la curva del camino, Ema no volvió.

Todos los días te reveo, Ema, y te sueño. Paseamos por los eucaliptos, por la libertad que nuestra madre nos donó. Vuelvo a ver tu figura amarga, raquítica, los ruidos de tu respiración. Tomo tu mano y, tal como antes, visitamos la casa grande. Permanecemos en un rinconcito del gran portón con la misma quietud rígida de las cosas inanimadas, asomamos las narices más allá de las grandes ventanas, imaginando la vida que se vive allí dentro. Después, miro al lado y tú ya no estás. Nunca deberías haber ido a la escuela, lo sabía yo cuán indefensa eras, recuerdo lo que por ella anhelé y cómo la encontré de manera tan diferente, quizá allí radique esa primera y devastadora lección que no sé si aprendí a aprender: lo lejos que queda el deseo de esa realidad que vivimos, cuando creemos que está realizada. Lloraba siempre que la profesora me obligaba a jugar con las otras niñas o me forzaba a entrar en el desorden de unos recreos, los cuales me eran completamente ajenos. Terca, me iba a un rincón rechazando cualquier contacto con ellas, como si ignorándolas, las pudiera borrar de mi existencia. Me reveía en ti cada vez que regresabas con la carita marchita que ni yo misma aguantaba. Las lágrimas que la recorrían me pedían que te acompañase, solamente la mitad del camino, me rogaban. Pero no siempre era posible, me jalaban hacia otros parajes, lugares pertenecientes a la abuela. Y ni imaginas las horas que pasé en los jardines de las plazas, donde tantas veces ayudé a la abuela. Nunca la encontré. Después, para aplacar tu miedo, te puse aquella pañoleta roja alrededor del cuello, haciéndote creer que con ella estabas siempre al alcance de mi vista. Cuando ya no me veías, yo te observaba a lo lejos por el puntito encarnado en que se había transformado la mascada. Y tú desde allá ibas volteando a cada instante la cabecita, hasta la tarde fatídica en que te desvaneciste para siempre. Ahora yo estoy un poco más crecida. Casi nada ha quedado, sólo papá enmudecido me mira con un creciente terror, la curva del camino que se extendió en una recta infinita, y tu rostro que me visita desde sombras remotas, y tú no sabes qué tan terrible es la representación constante y nítida de un rostro que ya no existe.


XIII

Una herida de muerte me trepaba por encima del cuerpo, como una gangrena incrustada en mi alma, infectándome la risa y la palabra. Vagueaba con una mezcla de sensaciones entrecruzadas por sueños confusos y me acostaba sobre las hierbas, imbuida de mi vasta melancolía, rondando por los lugares compartidos por Ema.


XIV


Estaba de este modo uniéndome despacio a mi soledad, cuando en un ocaso deparé con el señor de la casa grande, con el arma de cazar en ristre, contemplándome con una mezcla de curiosidad indolente. Me preguntó qué hacía allí a esas horas, si había ido a la escuela y por qué mi padre ya no aparecía en la finca para hacer los trabajos que le competían. Yo me limité a permanecer como una estaca, delante de él, obstinada en mi mudez. El señor todavía insistió, balbuceando algunas palabras, pero yo lo encaré muy de frente, como si lo hubiese vencido en una contienda.


XV


Y vinieron a buscar a mi padre. Al ver a los dos hombres uniformados que le ataban las manos, me escondí detrás de la puerta temblando. No dije nada, ni distinguí los rasgos de resistencia en su figura. Tenía la cabeza baja. Cuando se aproximó a la cerca volteó y fijó su mirada en la abertura de la puerta donde sabía que me escondía, y me dio la espalda alejándose indiferente. Pero aquel vislumbre intercambiado por nosotros se desfiguró ante mis ojos como un muñeco apayasado: cabello grisáceo en puntas, cejas desniveladas que no llamaba a la risa, boca grande, rasgada por dos depresiones rojas que empezaban junto a las narices y seguían hasta las comisuras, poniéndolas entre paréntesis. Nadie escuchó mi grito de aflicción. Ni él ya tras el enrejado, abandonándome con la duda de si aquellos hilos de títere en que se había transformado ante mis ojos habían sido movidos por sus manos, o por otras, mucho más poderosas.

Cuantas veces quise aproximarme a ti y en silencio, curarte de aquel entumecimiento que te mataba y jamás llegué a comprender, sólo sé de la extraña tensión, del dolor y del resentimiento que me obligaban a esquivarme cada vez que tenía que permanecer en tu presencia.

Clara Maria Rowland

   
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