XVI


El señor Artur un día me llevó a la casa grande. Antes pasé horas enteras encogida y enrollada bajo el crepúsculo en posición fetal. La puerta aún semiabierta me daba una sensación de no abandono, y me aliviaba ver el soplo del vapor de humedad que se desprendía en serpentinas y se desvanecía en el techo. Y quise irme con ellas, para reunirme con mis fantasmas, que a su manera también padecían por mi ausencia. No cerré los ojos, ni lloré, cuando un rechinido de puerta vino a mi encuentro. Observé al ser, surgido al principio, con la configuración de mi padre para disolverse inmediatamente en la figura del señor de la casa grande, inclinándose sobre mí con una sonrisa a medio sonreír. Y llegué a escuchar lo que me dijo: a partir de ese día yo iría a vivir con él, con una niña hija suya, igual a mí, con la cual, con toda certeza, me iría a llevar muy bien. Allá en la casa grande.

Una mancha negra como una tela insistía en jalarme hacia atrás. Pero yo la vencí con un bofetón de excitación ante el otro mundo que me aguardaba. Y, fingiéndome indiferente ante las miradas furtivas que de cuando en cuando me echaba el señor de la casa grande, el coche recorrió la curva del camino y el lugar se deshizo en un clic sin doler.


XVII


El señor Artur tenía la mano sobre los cabellos de Sara. Entonces te quedas, Cordelia, sentenció con un tono trivial, no exento de frivolidad, para despejar la atmósfera pesada fabricada por mi silencio y las miradas desorientadas que caían sobre mí en cataratas: Sara, la niña del poney igual a las muñecas visualizadas por mí, más allá de los vidrios de los escaparates, en las poquísimas veces que fui al pueblo; Catarina, la empleada, con un aire risueño y afable; y finalmente, la tía Adelia, Doña Adelia para mí. Sobre aquel rostro vi muchos años, los cuales me chuparon las palabras, transmitiéndolas hacia una opresión en el pecho, dejándolas inertes ante cualquier estímulo. No sé por qué caminos, pero una insufrible tristeza vino a suavizar mi excitación, un temor prolongó mi mirada sobre el escenario de sueño que desfilaba a mi alrededor. Lo dejé oscilar, mágico, sin tiempo; la sala enorme, la cual terminaba en una escalera de caracol que subía hasta alcanzar el cielo. En el hall, en el retrato central de una bella señora, que representaba tan sólo la cabeza y los hombros, en su rostro se mantenían tranquilos unos ojos vivos; y las puntas de unos cabellos negros, luminosos. La pintura me perturbó, pues captaba con tal vehemencia el brillo de los ojos, la serenidad de las facciones, que casi la consideré la cabeza de una persona viva. Después, fui descubriendo todos los lugares vastos donde nos podíamos refugiar al sentirnos tristes o contrariados. Creí con devoción en la felicidad de todos los que ahí habitaban, y durante mucho tiempo pude vivir con semejante creencia.

Me volví Cordelia y, por fin, me acostumbré.


XVIII


Eran bonitas las clases de Doña Rosario, única profesora que Sara tuvo desde niña. Vivíamos aisladas en la casa grande, de ese tiempo me quedan los recuerdos más transparentes de mi infancia. En la ausencia de un tercer elemento, nació entre Sara y yo una tierna empatía; jugábamos imitando a los adultos que nos rodeaban, contándonos secretos: yo le conté los míos, los misterios, traídos por los atardeceres que, a escondidas de todos, los depositaban a manos llenas en los caminos, que desembocaban en la carretera, y eran muchos. Éstos nos recibían, cómplices, nos escondían allí, además, en espera de que alguien, a falta de distracción, los tomase y con las manos en forma de concha los soltase a la vista de todos, y ellos volarían como pajaritos. Sara me contaba los suyos, los espíritus de seres desconocidos, encarnados por los relámpagos en noches de tempestades. Sólo los veíamos en el desván y si estuviésemos con la máxima atención. A partir de ahí, o corríamos a la buhardilla siempre que se desencadenaba una tempestad o pasábamos largos ratos agarradas a las barras del portón contemplando la posibilidad de salir al exterior, tomar la carretera terminada en V y explorar todos los caminos que la entrecortaban. Por la noche, nos permitían ver un poco de televisión, y cuando las luces se apagaban y desde los jardines sonaban los conocidos murmullos de las ramas secas de las rosaledas, arañando los vidrios de las ventanas, subíamos al desván, aprendiendo a movernos por la casa, envueltas en la oscuridad como verdaderos fantasmas, y siempre Sara era Ema. Sin que nada me retara, me amoldé a lo que me había tocado en suerte, bajo un tiempo que se desenvolvía ahora como en una línea extendida, sin principio ni fin.


XIX


Uno a uno, los días iban pasando. En una tarde a la deriva, fui víctima de un pequeño percance. Cansadas de recargarnos en el portón, saboreando el aire lleno de misterios que nos enviaron los árboles, moliendo de nuevo la angustia que nos punzaba el pecho por la aproximación de la voz de la tía Adelia, ordenándonos firme que fuésemos hacia adentro, nos miramos una a otra y en un abrir y cerrar de ojos ya absorbíamos el viento que bajaba desde las calladas montañas recortadas en el horizonte. Nos metimos por los caminos alados de la carretera a procura de los misterios. Buscamos, encontramos pistas y en ese tiempo sin tiempo sobrevino la noche, cuyas garras en forma de un miedo de muerte nos arrojaron hacia el fondo de una cuneta. Cuando nos encontró, la tía Adelia no emitió una sola palabra, pero era imposible aquietar su furia. Ignorándome, regañó a Sara, desencadenando un extraño desasosiego; cómo deseé que me hubiese reprendido a mí también. Esa noche, soñé que miraba de lejos las luces de la casa y éstas, intermitentes, sucumbían a los fuertes y prolongados vientos enviados por la oscuridad.


XX


Un día descubrí a la tía Adelia, mucho después del incidente del campo. Una señora postrada en una silla de ruedas, con la espalda ligeramente encorvada. Eterna en su vestir. Negro, de cortes sobrios, rostro que simulaba un velo oscuro, y desaliento que emanaba de su figura como si soportase un dolor insoportable. Su rostro parecía conmovido por algo indefinible: una vaga tristeza, un estremecimiento. Me miraba fijamente con un modo extraño, desusado, reticente. A veces parecía impelida por una desconfianza que me aturdía por no lograr entender su real dimensión. La sentía indagando minuciosamente mis actos, vigilándome de reojo y a distancia, como un cuervo, provocándome un susto continuo. Después, enfadada por no encontrar sospechas en mi comportamiento, desistía, bombardeándome con preguntas que yo no alcanzaba a comprender. Y yo, sintiéndome rechazada por una dureza implacable, sucumbiendo ante el esfuerzo que creía haber adquirido, huía hacia dentro de mí, reteniendo nada más que mis propios movimientos.


XXI


Fue ese vigilar que trajo a mis días situaciones ya olvidadas, activando en mí mecanismos de defensa casi apagados. Aguzados mis cinco sentidos, temblando en cada gesto, palabra o situación salida de mis trayectos normales, me conducía por conductas ejemplares que, memorizadas a pulso y sensatez, me ataron a una realidad declarada por una mayoría, como si sólo ésa pudiese ser válida. Y la tía Adelia la sometió a una lógica inconmovible, imponiéndonos un catecismo que denominaba examen de conciencia y que en la práctica consistía en desconfiar de nuestros actos, hacernos recordar nuestros pecados, culpas, confesarlos y estallar de tantos padrenuestros inútiles.

Y casi no me sorprendieron, únicamente me atemorizaron aquellas frases sueltas, intercambiadas por la tía Adelia y la profesora Rosario y que las agarré con las dos manos, las hice tocar como un cencerro, escondiéndolas bien en los confines de mi memoria:

—No se sabe de dónde viene esta gente, tal vez trae la maldad de su padre.

—No diga eso de una chica tan pequeña —replicaba con desaliento la profesora Rosario, tratando de deshacer la certeza a la cual la tía Adelia tanto se aferraba. Pero lo que provocó en mí un efecto fulminante, trasformándome en una rama ambulante agonizando en tronco ajeno fue esa palabra: “desgraciada”, pronunciada por el señor Artur ante la insistencia de la tía Adelia.

—Imposible, le prometí a su padre y me comprometí ante la ley, no voy a dejar a esa desgraciada en la calle. Y jugaba con los rizos de Sara; entretanto, yo descubría mediante una revelación que mi lugar en aquel nicho sería la de un por mientras interminable y de que las imágenes más dolorosas eran otras, las nunca vistas, tan sólo escuchadas. Metía mi cabeza por entre los huecos de las barras del portón y lloraba, hasta que Sara se aproximaba con pequeños pasos, tomaba mi mano y me llevaba a rondar por el jardín.

La tía Adelia sobrevivió. De aquella mirada inalcanzable, tan inalcanzable como el mundo de los muertos, quedó solamente una súplica a la cual ya nadie se esfuerza por responder.


XXII


Era un hombre taciturno el señor Artur, como siempre lo llamé en las rarísimas ocasiones en que me dirigió la palabra. Lo comentaba conmigo misma, ayudada por la rebosante imaginación de Catarina, como un ser carcomido por un pasado misterioso, ligado al retrato del hall, que tanto me impresionó al principio. La dama, cuyo espíritu vaciló, igual a la llama de una vela, por el ser que la traicionó. Y el hombre, aplastado por la culpa, se atormentó con los remordimientos, empezando aquellas idas y venidas, salidas del placer y del vagar, decía la tía Adelia, dejando caer sobre esas palabras un peso mórbido de terribles y secretas connotaciones. Y cuando permanecía en casa, se dedicaba a Sara, salía a cazar o bebía encerrándose en su habitación para que nadie lo descubriese, tratando de preservar, a su manera, una imagen respetable, cosa que la tía Adelia nunca le permitió, vociferando por los salones, culpándolo de la infelicidad y muerte de la sobrina. Eran siempre breves los días que faltaban para partir; eran siempre largos los espacios en que el coche negro, transformado en bola negra, se dibujaba más allá del portón, lo notaba en Sara, inquieta, pegándosele a su padre, mimada.

Y sobre una distancia ahora infinita, retornaron hacia mí en fragmentos los enigmas del

señor Artur, un hombre rico, ¿cuyas opciones en la vida se inclinaron siempre hacia

el lado más frívolo? ¿O mi salvador, un ser especial, llegado de otra tierra, un lugar

de leyenda, que yo había visitado desde fuera, donde el sol parecía brillar con una luz

diferente, y una amargura u oscura pasión lo hizo salir para no volver nunca más?

Y bajo el brillo de esa fuga elegida, permanecimos, nosotras las mujeres, entregadas

a nuestros propios destinos.


XXIII

Y crecimos sin sumergirnos en el mundo luminoso de las personas. Ya teníamos quince años, lo “real” se mostraba repitiéndose con avidez, parecía no agotarse, y la vida transcurría como una melodía azul, provocando lágrimas de tanto que la escuchábamos. A través de ella, veía cómo mi posición peligraba en aquella casa, no sólo de lo que me era quitado en relación a Sara, sino de lo que más me era dado: sus sobras. Creía que era tan sólo una obligación, con los debidos deberes hacia mis protectores. Tenía vergüenza de que indagasen sobre mí, lo noté a través de una respuesta y por la profunda lástima con la que ésta fue soltada:

—Es una muchacha que vive con nosotros.

Frase que me hizo sentir mal, con miedos y desconfianzas, me hizo retroceder hacia mí misma, sin transparencias, y distinguir un doble sentido en las cosas que me guiñaban desde los cuatro rincones, en los seres que me rodeaban, en los lugares donde todos se hacían presentes y yo tenía la impresión de estar ausente, encorralándome hacia un no sé qué impreciso de lo que sabían, compartían, tenían, y yo no, desmoronándome por no tener nada para recuperar ni siquiera una dulce nostalgia. Todo eso me arrojaba hacia el margen de un territorio siniestro, haciéndome insensible a renuncias, precipitándome hacia una resignación sin sentido como si nada pudiese ya esperar de la vida. Y, arisca, no me era permitido el don de la rebeldía, me lo advirtió la tía Adelia:

—Escenitas en esta casa no están permitidas.

Mi vida se dibujaba en el recorte del romero, perenne, plantado en el jardín, en espera de no morir, en tiempos de bonanza del creador, del agua que le caía de los cielos.


XXIV


Regresábamos del liceo, al finalizar las mañanas, Sara se hacía siempre acompañar por su grupo de amigos, yo caminaba del otro lado de la calzada, fingiéndome distante, embebida en mil pensamientos y resentimientos. Con el tiempo, los demás dejaron de darme importancia, lo percibí al cesar las tentativas de aproximación o al desvanecerse las indirectas, cargadas de risitas. Seguimos juntas por la orilla de la carretera, con los misterios ya deshechos, y la visión seca del mundo que íbamos descubriendo. En uno de esos andares, divisamos, en una pequeña plaza, una pequeña multitud. Algunas personas examinaban con minuciosidad una cierta zona en particular. Nuestra curiosidad fue despertada por palabras sueltas arrojadas al acaso; de lástima, de desprecio, de movimientos de cabeza. Nos abrimos paso por entre el grupo y la visión que me golpeó hizo que solamente mi corazón latiese, rememorándome alguna otra mañana confusa. La mujer, extendida en el suelo, dormía, a pesar de la luz incandescente que removía en todo. En la mano derecha tenía una botella vacía. Después, en un lento despertar, se volteó lentamente fijando su mirada en la multitud. Tenía el rostro desfigurado. Sus ojos, muy cansados, vaguearon perdidos y se posaron en mí, extraños y distantes. Desvié aquella mirada para no distinguir restos de rasgos que yo tan bien conocía.

—¿Quién es? —me preguntó o interrogó Sara.

—No sé —respondí con los hombros, sin un vestigio de estremecimiento.

Abatida, con las orejas enfundadas en las almohadas de mi cama, llamé a mis sentimientos, sin llegar de éstos ningún auxilio, nada de dolor, nada de miedo, nada de nada, aquello era lo más próximo a la muerte que yo había tocado. Una densa oscuridad se abatió a mi alrededor, mientras creía en lo poco que necesitaba ya de las cosas, de los llamados de los seres humanos, del tiempo que se me devenía, y en un rechazo total a las transformaciones que me brindaba el cuerpo, me alejé de la casa que no era mía, me alejé de un mundo que no me pertenecía. Me despedí de Sara. Pero la cortina que se cerró, permanente, entre nosotras se adensó en aquella tarde en que excitada y medio asustada, Sara me vino a decir, casi en secreto, que ya era una mujer. Vuelvo a recordar mi reacción sarcástica, vuelvo a acordarme del rostro de Sara hecho un torbellino de desconcierto y de confusión. Es que tú no sabías que cuando a mí me sucedió, rompí dolorida las toallitas que Catarina, discreta y sutil, había depositado en el cajón de mi mesita de noche. Para mí, aquello significaba, aunque no lo captase, un irremediable nunca más, del tiempo en que jugué y fui feliz.


XXV


Una vez, Sara recibió una carta, tan bien concluida por mí, y en la cual adiviné el adiós moviendo la mano de la despedida. Me acuerdo ahora cómo la enfrenté, de una forma fulminante, teñida de triunfo e igualdad. Ambas tocábamos el estigma del abandono. La guardó en el bolsillo de los pantalones y, ligeramente, con la cabeza agachada, se metió en su habitación con el queda para la próxima vez, eternizado en aquel cuadro de líneas bien definidas, y Sara lo tenía dentro de sí. Un día, mucho antes, él había regresado, los detalles me surgen ahora como el preludio de una premonición. Sara divisó el punto negro que se transformaba en coche y salió corriendo a su encuentro. Destaco la gracia de los movimientos de su cuerpo. Sara había crecido. Su padre la abrazó sin el entusiasmo de antaño, como si al crecer hubiese perdido su encanto y su semblante le revelasen detalles del rostro del cuadro de la sala principal, y él no supiese cómo lidiar con esa pérdida o parecido. Se apartó, tomando unas cartas colocadas sobre una mesa, sin casi despedirse de nosotras, se dirigió a su habitación, retomando las mismas costumbres de siempre, y durante las comidas era como un invitado, en la mesa lucían flores o aparecían cosas nuevas.

Y, en la simplicidad más vehemente, Sara cambió, de la mansedumbre a la rebeldía, de la alegría a la tristeza.


XXVI

De un de repente, Sara me surgió así, con una mirada densa que confundía a quien la enfrentase. Hizo a un lado la risa, se movía por la casa sin rumbo fijo, con desmesura y descaro. De sus gritos y silencios hacía lo que quería. Un día me preguntó:

—¿Por qué estás siempre impecable y no hablas con nadie? Niña perfecta.

—Porque me gusta —le respondí amparada por una firme indiferencia que llegaba en mi auxilio, haciendo oídos sordos al ambiente enrarecido que brotaba a mi alrededor.

La tía Adelia en un principio trató de quitarle importancia a aquel viraje.

—Cosas de la edad —la oía rezongar entre los rechinidos de las ruedas de la silla. Pero el primer indicio de que una tormenta incontrolable se había desatado en aquella casa, revelándose poderosa como un águila que aleteaba sobre los techos, fue cuando Sara se rehusó a ir al liceo, sin alegar justificación alguna. Pocos se atrevieron a contradecirla. Revoloteaba entre nosotras pesada y poderosa y durante la noche se atrancaba en el jardín con una terquedad inquebrantable, y yo atemorizada por el miedo de que la tía Adelia me culpase por la nueva actitud de Sara, observaba con atención, desde mi ventana, las sombras que la rodeaban, y no sé si fue verdad o soñé, pero a veces, como si poseyese una fuerza mágica, Sara desaparecía en frecuencias y su fantasma resurgía en forma de un ligero vapor a través de los cristales de las ventanas, otras como un estallido de madera o un vaho helado con las formas de las pupilas de la tía Adelia grabadas en mi cerebro.

La tía Adelia, no teniendo quien la acudiese, optó por la más drástica de las decisiones: encerró a Sara bajo llave en su habitación, después de una lucha titánica para retirarla del frío que calaba hasta los huesos. Y cuando la puerta se abrió por fin, fue Sara, marchita, quien se negó a salir. Y delante de aquel desmoronamiento, Catarina nos propuso rezar algunos misterios, los cuales no lograron conjurar el vendaval que todas presentíamos y se fue manifestando poco a poco hasta encarnar en la persona de Sara. Y entre rosario y rosario, yo sólo conseguía sentir una terrible nostalgia de aquella Sara que no entendía el bien o el mal.


XXVII

Los veranos matan cuando se estancan. Hacen huir en desbandada a las personas, nos quedan los pajaritos, los cuales contemplan complacientes el vacío de los pocos que permanecen, y nosotros permanecíamos siempre. Fue en la aurora del tercer verano de nuestra adolescencia, cuando Sara me dio la espalda, se tapó con una manta y me ordenó que abandonase su habitación. Con las manos encogidas, ya era un cuerpo con alma ausente. Sus ojos ahogados en un llanto disimulado sólo miraban hacia adentro, hacia aquella pena inmensa que la consumía. Más tarde llegaron los médicos y le diagnosticaron una profunda depresión, pero para mí era tan sólo un dolor que ella no conseguía descifrar, una soledad abierta como botón en flor que aquellos gestos de solidaridad —cuando me veía tan aislada, llegaba callada, y en silencio permanecía mucho tiempo a mi lado, suplicándome un minuto de atención— no lograban marchitar. Debería de haberle dado la mano y llevarla a pasear al jardín, como tantas veces lo hizo conmigo, sólo que me ofuscaban otras tristezas.


XXVIII

El calor había casi acabado con las plantas, en ese verano abrasador, adueñándose de todo y de todos. En los amaneceres, podíamos escuchar el aro mudo, alto, en toneladas de luz que lo dibujaba. Fue en un amanecer cuando escuché, todavía imbuida de sueño, un revuelo de pasos, murmullos, puertas que se abrían y se cerraban con un nerviosismo y el nombre de Sara pronunciado por voces sofocadas e imprecisas. Permanecí durante segundos, minutos, muy quieta, tratando de decodificar las señales desesperadas que provenían del exterior. Saqué fuerzas, salté de la cama y abrí, con un gesto medroso, las cortinas de la ventana. Mil rayos malignos de invisible presencia chocaron de lleno en mi cara, desnudando todo, hasta el infinito. Cerré los ojos, y con la mano todavía aferrada a una de las cortinas, como si ésta retuviese a Sara, pude ver y oír el estruendo del cierre de puertas del objeto blanco que se llevó a Sara para siempre, la bandada de pajaritos que observaba se dispersó, la marca en el camino de un rastro denso y pegajoso de nulidad. Cuando por fin mis ojos vieron más de lo que pudieron abarcar, me encontré despavorida en el epicentro de una tempestad ante la cual sólo me cabía escapar, y no podía. Enterré la cabeza en la almohada, mi gesto favorito en los tiempos en que el dolor o el miedo me superaban, y me transporté hacia otras, hacia aquéllas, a las que desde la ventana del desván asistíamos, Sara y yo, tomadas de la mano y, amedrentadas, veíamos las ramas de los árboles que eran azotadas por el viento.


XXIX


Después me dormí y soñé contigo, Sara. Venías de la misma edad y con la misma cara triste con que partiste. Tenías junto a ti a Ema todavía vestida con los pantalones vaqueros, la chaqueta blanca y la pañoleta roja alrededor del cuello con la que se perdió en la curva del camino. Con las manos juntas detrás de la espalda, se mantenía alejada, quieta, y parecía muy seria. Clavaba sin cesar los ojos en el suelo, y ni una sola vez quisieron encontrar los míos, librándome de imaginar en ellos un brillo de acusación. Recuerdo estar al borde de ser devorada por la saudade, estirando mi brazo desesperada pero que no llegaba a tocarla, haciendo que Ema se desvaneciera con la resignación de un espectro. Tú, al sentir mi desesperación, me tendiste la mano y me llevaste al jardín. Allá, deslizando por las flores sin color, me susurraste al oído que no habías venido para quedarte conmigo, en esta enorme casa donde naciste y permanezco yo sumergida en la enorme sombra de los que se han marchado, sino para revelarme un secreto; sabías leer el corazón de las personas. Al decir esto, te fuiste desvaneciendo, desvaneciendo, y tu rostro diminuto se diluyó como acuarela manchada por el agua, en los trazos de pinceles del retrato del hall, transformándose, tú o el rostro, en la portada de un libro, y yo lo tenía en mi mano. Traté de huir de la angustia que me estrangulaba, deshojándolo en busca de palabras. Palabras y más palabras. Palabras, las había, sólo que eran más que palabras lo que yo buscaba. El resultado de mi esfuerzo: fue despertar.

   
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