Busqué el sur en los ojos de mi padre

Por la tenue hinchazón del terreno, el autobús avanzaba lentamente, ampliando lo que, al principio, no pasaba de una enorme mancha negra salpicada por lucecitas blanquecinas, encendidas en algunos cuartos. La instantánea se amplió, se amplió y se abrió la planicie enredada en el crepúsculo. Así encontré el sur. Fue como si hubiese abierto una ventana hacia el infinito, todo se extendía en derredor, en una recta inacabada, y no había horizonte que frenase el campo deshabitado. Sentí una desolación sin par al desembocar en el desamparo, busqué inútilmente los ojos de mi padre y pensé que por mucho que me esforzase, no me alcanzaría la vida para llegar al lugar más próximo.

Poco o nada cambió en nuestras vidas, a no ser el paisaje. Nos admirábamos con estos precisos ocasos del sur, cuando el sol, en su prolongado baño de sangre, dejaba la esfera blanca del cielo posada en la esfera blanca de la planicie, o cuando los atardeceres, pálidos ante una especie de recogimiento obligatorio, envueltos en el silbido de una brisa, apagaban voces y luces, daban lugar al vaivén de los pequeños arbustos, produciendo de ese modo un susurro que, por ser constante, se tornaba casi imperceptible. También como allá en el norte, los rumores de las cosas que venían del exterior jamás llegaban a agitarnos; nos golpeaban ligeramente —imaginándonos en mundos lejanos— tornando lánguida la distancia que pendía de un hilo de desasosiego enmudecido, el cual de noche, durante el sueño, rondaba los sueños de las personas y al alborecer parecía no pasar de un embuste.

—Es mentira —decía mi madre encadenada por el sol—. Nadie hace eso.

Mi padre aprendía y con los demás asentía. Un sí de cabezas filtrado a través de sonrisitas con que guarnecían la aceptación de todo y que los desembocaba en el cotidiano de la vida; hábiles sólo para el mundo de los objetos que se desordenaban y que era necesario ordenar, que se estropeaban y era necesario reparar, que se ensuciaban y era necesario limpiar; tan lejos del lineamiento de la belleza de una melodía, de la luz de un cuadro, de la complejidad de un texto; en ese impenetrable lugar, era yo una muchachita del norte, recogida en algún rincón que entrelazaba las imágenes de mi tierra (montañas azules, acariciadas por nubes color pastel, poniéndome el horizonte a un palmo de mi mano) antes de ser abortadas por la fatiga y por el tiempo.

Pero las tinieblas no son un estado absoluto. En la línea de resplandor, membrana fina que nos recuerda la parca existencia de algún otro lado, brotó espontáneamente, como del agua estancada brota la vida: Mauro.

Y sucedió en un anochecer, cansada del letargo de la planicie, me extendí contra el alambre del portón, decidida a decir un adiós de verdad al último rayito agonizante, con olorcito a nostalgia. Lo amé tanto que me dejó un regalo, así, de repente: Mauro. Lo observé con avidez, escudriñé su sonrisa recortada en la leve oscuridad, iluminado por unas pupilas encendidas (tan mágicas que únicamente una mirada como la mía las encendía), sombreadas por unas pestañas negrísimas, enormes. Me deleité con el hola y, por primera vez, me percibí a mí misma como un ser maravilloso y casi no me sorprendió el ligero temblor de mi pulso, la brusquedad de los latidos de mi corazón, la asfixia de mi pecho suavemente oprimido en el interior de una coraza invisible. Mauro avanzó tocado por una nota individual, diáfana entre tanta opacidad, una figura de mayor jerarquía en el marco de la planicie y allí, donde la interacción entre él y el paisaje se prolongaba hasta el infinito, las imágenes de mi pasado aletearon para ajustarse a las del momento. Ahora, incluso en el aislamiento y en la modorra que alcanzaban su clímax en el verano, al estar todos los pasatiempos agotados, todas las relaciones conjugadas, yo tenía, en las tardes de los domingos un cancel donde un destello, distinto entre todos los destellos, se incendiaba en las facciones de Mauro, para encarnar, en sus llamaradas, al ser más bello, enigmático, de esta tierra. Detenía mis ojos en sus manos, pasando horas viéndolas juguetear con las piezas redondas del tablero de damas para después, a través de una etérea cortina, acompasada al son de un viento ululante, contemplar sus pasos que se perdían en dirección de todos los horizontes.

La tarde de un domingo que se iba, Mauro no apareció, y la perspectiva de que ésta se desvaneciese en un turbillón de pena, frustración y ansiedad, permitió que una tristeza punzante humedeciese mis ojos. De repente, sin necesitar verlo (basta mi voracidad que roce en él para sentir su quemadura), me arrojó, en uno de los tantos gestos y palabras que quedarían sepultados en mi silencio: la prohibición de encontrarme así, tan marchitada y una hoja blanca dividida en seis cuadrados. Me pidió seis dibujos:

—Después te doy un regalo —dijo, musitando junto a mis cabellos.

Fijé aquella superficie perfecta y dibujé unos garabatos que se irguieron en una casa a la orilla de un río, en una Tierra vista desde la Luna, en una ventana con cortinas que pulsaban, en una bonita sonrisa, en un gato rezongón, en una Luna iluminando la Tierra.

La planicie misma me advirtió sobre la hora en que debía entregar los dibujos. Aferrada al papel, entré en la sala, como quien maniobra una situación, interrumpí el juego, desafié los ojos incrédulos de mi padre y, en un gesto de obscena carnalidad, extendía la hoja doblada en cuatro partes que los intersticios de la penumbra había transformado en un delito, a Mauro.

Obtuve mi regalo: un libro pequeñito, objeto de mi afición, leído muchas veces, apoyo de mis deleites. Apagaba todas las luces menos la de la lámpara y, en la pequeña isla de claridad, abría el volumen querido. Lo embreñaba entonces en las aventuras del Santo bebedor, en sus inútiles tentativas para pagar la deuda a Teresita, yendo más allá de las bellas-trágicas realidades detalladas por la luz. Transporté aquellos parajes dulces, crueles, tristes, hacia la planicie, la prodigiosa planicie, alba, leve de horizonte a horizonte levantando el vuelo en un cielo bellísimo, intangible, ofreciendo respuestas a mis perplejidades: yo era Teresita, esperando una dádiva, una sonrisa, un gesto de Mauro, como quien espera un veredicto, y Mauro el ser único, capaz de contentarse con una mera contemplación de un bello atardecer. Así configuré un verbo en mi memoria, en el cual se imprimió la imagen de Mauro, suplantando las imágenes de todas las cosas del mundo.

Una vez yo vi, en el umbral de la planicie, a la luz de un sol ya moribundo, forzado bajo la trágica erosión del tiempo dando contorno a objetos transformados en esbozos y aristas, un polvo que parecía que nunca se asentaba. Suspendido en el aire, regido por las leyes autónomas, se hacía y deshacía en espectros o figuras semiparecidas, sin intenciones aparentemente hostiles que delatasen lo que las delataba: esa extraña y perturbadora dureza esculpida en los rasgos ausentes de individualidad, esos uniformes diluidos en la constante neblina, que había tomado la planicie por asalto. Jamás atravesaron el vano de nuestro mundo, se mantenían a distancia y nosotros, seres, nos limitábamos a mirar hacia aquella mancha caqui que circundaba ora el cielo, ora la tierra, como una borrasca que sin más, había hecho densa la atmósfera, como un fenómeno imposible de alterar por la mera manifestación de una voluntad. Pero el misterio es la materia de lo que están hechas las obsesiones, por eso crucé el umbral de la planicie y visité esas figuras. Cerca, sin profundidad de la distancia, caí como debatiéndome contra una fuerza atroz; de bruces, viéndolas reflejadas sobre un lago, lugar que precede la conciencia plena de los grandes desastres, huí, retirando la mano para no estrechar lo que se me ofrecía del otro lado.

Después, fue como si un “desastre” selectivo eliminase de la faz de la Tierra un solo cuerpo. No hubo comentarios, únicamente parcas lamentaciones, imperceptibles visajes suavemente contorsionados, lanzando sobre la sombra de la víctima el merecimiento de tan horrendo castigo.

—¿Desaparecer? —Una expresión de inocente sorpresa.

—Imposible. Nadie se esfuma así… por algo será.

—Cuando digo desaparecer… —insistí, analizando minuciosamente a mi interlocutor sin encontrar nada a no ser cantidad en estado puro. Me di cuenta de la inutilidad de mi insistencia al establecer, en la atmósfera sin fondo, el total y la nada, más grandes que la planicie, mayores que el cielo, en cuyo seno infernal giraba sin cesar un abrir y cerrar de cómodas, roperos, armarios de donde se desprendían las ropas, los objetos que a través de miradas y miradas envueltas en un quejido, se disfrazarían dando impulso a la fantasía que los englobaría. Se mutilaron las palabras, obedeciendo a un tropismo de sociabilidad, que parecía indicar no afecto, no interés, sino una especie de horror vacío juntamente con la necesidad de llenarlo de frases coloridas, cuyos máximos exponentes encarnaban a los padres de Mauro, derribados casa adentro, avergonzados, heridos, incapaces de interpretar la magnitud del dolor infringido. Era inútil la faena de enfrentarse a una tragedia de proporciones abismales; el temor y el dogma nos hacían encajar la mentira en un mundo convencionado con acierto, como si preguntar, saber e investigar partiese el frágil techo que sostenía la vida y todo se desmoronase antes de la llegada del hiato definitivo del horizonte. Se pasó, de esta manera, a la confabulación del olvido y el tiempo se dispersó, incapaz de transcurrir de forma lineal, hacia adelante. Me confiné a una especie de equidistante fatiga, en la cual despertar era una sorpresa que se iba desvaneciendo día tras día y, ante el altar del absurdo, se selló en mí una esperanza, una saudade viva y no un dolor que algún día iría a pasar.

Igual a un enigma carente de significado, se esfumaron en el aire las figuras y una ráfaga de luz vació la planicie. Dios mío, tanta luz y no se ve nada, me hace crecer para ser capaz de olvidar lo que se quiere olvidar, anular cronologías de toda índole y enterrarlas junto a los secretos de mi niñez. Pero naufragué en el océano de la planicie y, en el estruendo de sus olas, ella me gritó:

—Si hubieses aprendido las reglas del escepticismo, erigirías en verdad esta farsa que te rodea, y la mentira no sería mentira, porque se originó antes de que la palabra definiese los contornos del bien y del mal y esa obsesión… tan sólo una metáfora del horror, volando lejos de ti, liberándote de tener que contemplar el infierno de tu propia condenación.

Deambulé, y sobre la arena, observé la espuma amorfa que se desvanecía por entre las burbujas y, ante lo que fue y ya no es, los escombros de todos mis dolores se sublevaron en un solo dolor, que reencarnado en el pincel de un restaurador alucinado, restauró, limpió, pintó, iluminó cada rincón, lugar, objeto vivido, respirado por Mauro, abriéndome las compuertas de la memoria.

La tomo, le doy vida, tornándola eterna y frondosa; corro hacia el granero donde sé que me espera mi amigo, tengo que permanecer junto a él porque nuestro destino es “uno” y todo dejaría de tener sentido si nos separásemos, en un delirio lo siento, lo veo pedirme, rogarme que lo deje, que me salve:

—Es que dentro de mucho, mucho tiempo, cuando todo termine y la verdad germine, seré resucitado para las estadísticas, no para las emociones que me caracterizaron —me dice con una eterna sonrisa. Pero yo insisto y decido instaurar la esperanza como gran engaño.


II

Mi padre dijo:

—Visto de arriba, el río de la ciudad “serpentea” y es una carretera. Creí y vislumbré mi ciudad entre las montañas que la acogían. Fue antes de que desembarcáramos en lo inconmensurable. Ahora, aquí tan lejos, dividida entre la ausencia que me invade y la espera que instauro, larga, ensordecedora, ella no pasa de ser un proscenio iluminado, sacudida de tarde en tarde por la sombra de un reflejo. Me volteo hacia mi padre, agonizando en la legalidad, gélido de soledad y destino, envuelto en la sensación brutal de lo que es y tiene que ser. Recuerdo. Nada había de secreto en su reino apacible, nada de olor a poder o espíritu, o misterio. Sin poder, no había tribunal, acusación o castigo, volviéndose vana e inútil la tentativa de dirigirnos a aquel que nos podría absolver y, al mismo tiempo, reconciliarnos, revigorizarnos con tantas cosas y contra tantas cosas. Se fundó un espacio sin referencias, donde constantemente se perdía el tiempo, desligándome, mi padre, del cielo y del infierno, del apego, del sentimiento, de este modo hasta rescatarlos definitivamente para mí, observándolo sentado delante de un tablero de damas, solitario, sin contrincante, mirando fija y seriamente el lugar vacío de enfrente, mirándome fijamente a mí, con el rostro triste, comprendiendo mi lástima, mi secreta esperanza. Me di cuenta de que su corazón también era un instante de dolor, igual al mío, al buscar en las piezas ya dispersas, cuerpos caídos en el suelo, como después de una batalla se busca en los rostros, igualados por la muerte, algún detalle que identifique un ser querido, alguna señal que nos salve de las ruinas del presente.

Con la espontaneidad brutal de lo que está compuesto y dispuesto desde hace mucho, mucho tiempo, se le agotaron los ritmos apropiados para sobrevivir, las piezas se cayeron, chocaron contra el suelo en un simulacro de silencio, delicado, afable, generoso. Sin darme cuenta del grito de advertencia que fluía de mi garganta, lo vi reposado en un levantamiento, ligeramente más perceptible que un suspiro. Permanezco junto a la puerta largo tiempo, resistiendo a un pavoroso impulso de huir, pero sin más espacio que aquel que me separaba de él, esfumado en una nube negra que ocultaba los latidos de mi corazón, el bombear profundo, rápido, comprometedor de mi corriente sanguínea, mi cuerpo, mi cabeza y todo el escenario igual a las reiteraciones de un trueno; me aproximo. Pálido, transparente, con las pestañas, las cejas muy claras, los labios sin color, la piel opaca, reflejados bajo una luz vegetal, me prueba que ninguna muerte es trivial; dejo de contar los segundos, minutos, que iniciaron su ingreso en la eternidad; dejo correr las lágrimas, me empapo en las mías, en las de los otros, me relajo, recargo la cabeza en el colchón, extiendo el brazo, abro la palma de la mano, vislumbro una cicatriz que creo que permanecerá para siempre conmigo, rescatando en ella la figura de mi padre, reformulándola una y otra vez para resucitarlo de una u otra manera. Mi padre naufragó en el mar inmenso de la memoria. Mi madre lloró, lloró y un día simplemente despertó; se desconectó de los acreedores de la conmiseración, me tomó de la mano y, como cerrando el capítulo de un libro, me condujo sin rumbo hacia un lugar donde gentilmente nos aguardaba una ventana. Allí, nos sentimos con emoción, partícipes de algo tan natural que nos resultaba imposible matizar cualquier sentimiento con una nomenclatura más compleja, abarcamos la gran planicie brillante y nos cruzamos con la luz del pálido atardecer de mayo, como si se tratara del más bello día de fin de verano.


III

Restablecido el silencio absoluto, ya ha pasado tanto tiempo, ya soy grande, aquí estoy, flanqueando la terrible perspectiva del adiós definitivo, a punto de quedar sin mi amigo (del cual me cuesta tanto trabajo desligarme), sin su espacio, después de un largo hábito de convivencia; siento una ola de inseguridad, y me pregunto si todo esto sucedió o son tan sólo recónditos fragmentos de un sueño, donde los recuerdos, los colores y las superficies empiezan a extinguirse pese a mi triste lucha por retenerlos. Siento otra ola de inseguridad y me pregunto si él fue capaz de establecer una relación pasional paralela a la mía.

Una lágrima vacía me recorre la cara, lágrima que no me da un epílogo satisfactorio para cerrar mi destino.

Y en la densa claridad de la planicie, divisando el horizonte circundante, me acordé entonces de dónde había venido.

Clara Maria Rowland

3

El bagaje olvidado

La mujer no sintió casi nada ante el cuerpo del muchachito de rizos dorados. Poseía, como decían, un espíritu sano todo volcado hacia las cosas prácticas: abogada, conocía de memoria varios códigos y encontraba siempre una puerta para que su cliente que defendía saliera ileso o una grieta en el muro por donde atacar al enemigo. Completamente destituida de imaginación, consideraba sin interés todo aquello que no comprendía. Decía sin interés, encogía los hombros y sonreía. En ese desván de bagaje olvidado fue también a parar la abuela. Nunca más la ayudaría a levantarse, embriagada en toneladas de alcohol, por plazas, veredas o cunetas, entre botellas vacías destilando colores, entre murmullos de lástima, anónimos. Y después la abuela partió, la vi a través de las ventanas de la oficina que se perdía por aquel camino largo en V. Y después, la partida no fue así tan dolorosa y los restos de dolor dejó que el tiempo los llevase, y los llevó. Dejando de esta forma una vida tan leve como las plumas de una golondrina donde aleteó también la aldea de la abuela. Era así, o fue siendo así hasta aquel jarrón, en aquella barra de aquella sala blanca llena de luz, emerger llena de cenizas y, con ella, en un acto de transferencia, el nudo en la garganta y el ligero dolor en el estómago que la mujer de ahora había sentido antaño frente a los vidrios de la ventana, ante la larga carretera en V; pero fue acostada, envuelta en un silencio roto de cuando en cuando, con la mano en el estómago tratando de aplacar la insistencia del dolor, que la vio por primera vez. La vio, la ausencia, con asombro y sorpresa llegar, instalarse, sin siquiera preguntar un día y otro y siempre. Abrió los ojos para no ver, pero ahí estaba ella en plena claridad, pálida serena de guardia como un pulpo con los brazos extendidos; sintió entonces las lágrimas, incluso sin caer o inclinarse sobre sus ojos.

Ahora la mujer estaba ahí desnuda, en la vieja aldea sin ruido, donde únicamente oía caer sus pisadas sobre las piedras redondas con que las calles estaban empedradas. Sus pisadas huecas que repetían su sonido en el eco de las paredes teñidas por el sol cálido del atardecer. Contempló las casas vacías, las puertas descoyuntadas llenas de hierba, nada, ningún rompecabezas formado la conduciría a la antigua casa grande. Decidió entonces dar un vistazo por la aldea y escogió una casa al azar. Tocó la puerta en vano, su mano se agitó en el aire como si éste la hubiese abierto. Se fue guiando por un pequeño corredor acompañada por la oscuridad y seguida de cerca por un rayo de luz, vio que crecían sombras a ambos lados, eran siluetas de personas amontonadas.

—Los que partieron me escogieron para que guardase los muebles, pero nadie volvió por ellos— dijo el hombre sentado al fondo, sin sorpresa. Tenía una boca, unos dientes, una lengua que se prendía y desprendía al hablar y unos ojos como los ojos de las personas que viven en la tierra; fue así, con una voz hecha de fibras humanas, que dijo lo que dijo, adivinando los pensamientos de la mujer: fuimos quedando y estamos aquí desde siempre, sé que en algún tiempo regresó alguien para permanecer con nosotros, pero soy tan sólo un guardián de vejestorios, no puedo andar por allí… por eso es mejor preguntarle a Doña Alzira, a veces está, otras no, pero sabe más y es más vieja que yo. Quédese, espere, algo le ha de decir. Y le dio las buenas tardes.

Con el pensamiento vacío, dejó que la penumbra se sumergiera en el puro calor sin aire. Caminó a la deriva con los ojos fatigados por el entumecimiento del sol; al pasar por donde empezaba una calle, vio a una mujer vieja envuelta en un chal negro que apareció y desapareció como si no existiese. Se sintió entonces en un mundo lejano y se dejó arrastrar. Llegó así al lugar donde había llegado, orientándose tan sólo por el silencio de sus voces interiores, sin sonar ya el eco de sus pasos, y se acostó en el suelo. Allí contempló vagamente el atardecer que sin querer arrastraba con él una suave brisa, la cual dejaba caer pequeñas gotas de rocío que le adornaban su cabello. Permaneció a la espera, a la espera de la oscuridad, en ellas ciertamente se rasgarían porciones de claridad, tal vez entonces vislumbrase alguna cosa.


4

Atmósfera

En aquel día, la mañana había nacido cálida y llena de polvo. El Sol ya rondaba el mediodía y una bandada de golondrinas observaba, desde un cable de luz, la casa grande. Colocó un rápido beso en el rostro de Ana y se escapó a su habitación, la cual a partir de ese momento sería solamente suya y, tomando la cortina de la ventana con la mano derecha, vio a Ana que entraba en el extraño objeto de color gris que se la llevó; el sonido emanado de éste hizo desbandar a los pajaritos, traspasó los vidrios y le hizo adoptar casi la posición fetal. Después, mañana tras mañana, uno tras otro, todos se marcharon, sólo quedó la casa grande, la ventana donde se recarga con la mano en el mentón, dialogando con su propio silencio.

De nada sirve preguntar ahora quién fue o quién es Ana; tenía únicamente el admirable don de pertenecer a una estirpe de seres capaces de esquivarse a las vicisitudes, de adaptarse a las circunstancias y crear así un clima propicio para la fácil convivencia. Ana nunca necesito pedir perdón, tuvo todo, servido en bandeja, desde las natividades festivas, los últimos gritos de la moda, hasta los naturales conflictos de la adolescencia; por eso, cuando al ostentar el estatuto de hija postiza, surgió en la casa de Ana, en aquella otra mañana cálida y llena de polvo, años antes, empezó a jugar el juego de las comparaciones en la cual sería siempre perdedora.

Al principio, trató de desviar conflictos, adaptarse, ser como Ana, pero un día se colocó ante el espejo, en él vio una rama injertada en un tronco ajeno, una rama agotada, un mero compromiso hacia seres de conciencia; empezó entonces a inventar una raíz de igualdad, un pasado, una razón, un porqué. Sólo que las cosas inventadas fueron demasiado palpables para ser eternamente escondidas. Como buena niña que era, ¿que es? Ana se interesó por ellas, se interesó en exceso… Hasta que en algún lugar, al perderse la imagen de esa verdad inventada, ella, la misma realidad, apareció desnuda; y ya cerca del precipicio decidió no caer.

Entonces vinieron los días, que llamó los días de Ana; los días en que se transformó en un ser de dimensiones alarmantes, que paulatinamente la encorraló y la quemó con artimañas y argumentos, sin dejar rastro. Ana retrocedió confusa y apática, hasta partir, en aquella mañana cálida, polvorienta, con mil pretextos y un cierto desconcierto.


5

En casa no llamó por teléfono a nadie

¿Por qué le tocaba aquello en suerte?, era la pregunta martillada un sinnúmero de veces en el epicentro de su ser, impidiendo que los ruidos del exterior se filtrasen en su cerebro y, dentro de ese martillar agudo, sintió, postreras, aquellas gotas todavía circulando por sus venas; alimento suprimido al cerrar para siempre la puerta de su despacho, desligando de esa forma el tubo del frasco de suero, ligado hasta entonces a su verdad absoluta: el trabajo. En éste se erigió como el fundamento de su existencia, aunque se sosegase en una ausencia de identidad, delineándole una realidad onírica. Ahora, en el umbral de los cuarenta, le faltaban fuerzas para coquetear con la suerte, y en la ausencia del juez supremo, retirado desde hace mucho en su refugio inaccesible, dejando los seres humanos que compartiesen entre sí los añicos de aquella verdad absoluta, sólo tenía un propósito, alcanzar la noche ya en casa, pues sabía que la oscuridad agravaría su susto.

En casa, no llamó por teléfono a nadie, sabiendo de antemano que era fruto único, signo de los tiempos, de una familia monoparental, de madre tardía y aguerrida. Además de eso, el estigma que actualmente acarreaba le coartaba toda posibilidad de arrimarse aunque fuese un milímetro al aparato blanco que como en una vuelta de bumerang permanecía sereno en su mudez, exhalando un silencio que se le figuraba igual a un insulto de supremo desprecio por su condición. Fue así, flotando en un tiempo indeterminado, compasivo, en brisas acogedoras, no emanadas de puertas, ventanas, rendijas, sino de su interior, que en un momento cualquiera se dirigió a la pequeña biblioteca, olvidada en un oscuro rincón de la sala principal. Allí estaban, a la espera, los libros inmaculados de páginas verdaderas, nostálgicas de dedos humanos. Deslizó con su mano el grosor de las portadas en fila, jalando uno por uno, sin prisa o compromiso, mientras vagueaba, a través de los títulos, por las imágenes lejanas de una vieja señora, en una mecedora, con un libro entrelazado en los dedos, haciendo pasar hacia atrás páginas rumorosas. Lento fue el tiempo que pasó por historias, terminándolas a medias, algunas de ellas desembocaban en las planicies manchegas, donde un viejo hidalgo más su compañero bonachón arremetía contra enemigos imposibles. Cuando terminó y los estantes no pasaban de huecos desocupados, observando tristemente sus contenidos empilados, degradándose en la humedad del piso de madera, quiso salir de la casa. Una vez fuera, empezó por los mismos recursos que hasta hace poco hiciera del coche, rememorando la indiferencia sentida por todo lo que se divisa más allá de los vidrios esfumados del automóvil. Entró en un bar al azar, porque el caminar le dio la sensación de ver rostros humanamente delineados. Por eso, tal vez quiso entablar conversación con el empleado, un hombre bajito de mediana edad, con bigote muy espeso.

—Si me permite la confidencia, cuando pasé por aquí la semana pasada, las joyerías estaban repletas de diamantes. Ahora, por el contrario, están completamente vacías. Quitaron todos los diamantes. Los de dentro y los de los escaparates. Pensé que sólo quitaban los de los escaparates.

Le hablaba de manera natural, hasta con un tono alegre, sólo para entablar conversación. Pero el empleado pareció ponerse triste con la historia, y se puso a hablar como para sí mismo.

—Yo siempre le digo a mi esposa que esto no puede ser, que algún día Dios nos recompensará a nosotros los pobres. No puede ser que esa gente gane cientos de miles de escudos en pocos minutos, comprando diamantes a infelices que llegan con su diamantito de África y no tienen ni idea de los precios e inmediatamente ésos —hace un gesto con la cabeza indicando los escaparates— los venden cincuenta veces más caro… Pero ella dice que no, que Dios no nos recompensará. Inesperadamente sofocó el sollozo. No supo qué decir y se escapó del bar, balbuceando algunas palabras de consuelo hacia el empleado.

Sacudiendo fugazmente las capas de su letargo, observó más minuciosamente el aspecto de la gran urbe, a través de ella escudriñó el mundo: ese gran techo gris con pozos amarillentos, muros asfixiantes, conteniendo en sus corredores multitudes de seres moldeados por sueños incumplidos. Todos extendidos en todas direcciones, buscando el alveolo que los llevará al mar. Regresó a casa y volvió a salir.

A media tarde, deparó con una fuente limpia. El manantial provenía de los ojos todavía verdes de los párvulos, salidos a borbotones de las instituciones. Agua pura, manando gritos, risas, burbujitas que le recordaban atardeceres campestres perdidos en los tiempos idos. Pero hoy los manantiales están todos contaminados y nadie osa beber en ellos, ni en los que se reflejan en los ojos del amado, como nos cuenta San Juan de la Cruz. Y allí, ante aquel torbellino de risas, se interrogó si los detritus de la sociedad que se van acumulando día tras día no llegan también a los estratos donde reposan las almas de los niños. Así estuvo con la mirada fija, contraída, después alzó los ojos hacia las estrellas con la esperanza de deshacer el nudo entrecortado en la garganta y las ambigüedades de esta tierra; no tropezó con ninguna de ellas, sofocadas seguían por las luces de neón.

Deambuló sin rumbo a través de la noche, contemplando a cada paso los escaparates, los pequeños detalles de las sobras, surgidas aquí y allí, teniendo como única dádiva la indiferencia que la posesión de cada objeto le proporcionaba. Suspiró hondo y bien en ese fondo, para sorpresa suya, se le desvaneció el susto yendo tras éste, hacia los vacuos del infinito, las llaves de la casa hasta ahí tan aferradas a la palma de su mano.


6

Memorias para Ema

A medida que el tiempo pasa, cuando ya no estamos, todo se amolda a nuevas situaciones. Sólo quedan las cicatrices, pero éstas no duelen, dijo Ema.


Si tuviese que darle una configuración a la saudade, sería la de Ema, sentada a la ventana con las piernas encogidas, las manos en el rostro, perdiendo la dimensión de sus contornos por la suave luz del atardecer. Yo iba por la senda de cipreses sin darme cuenta del alcance de mi tristeza, sólo sabía que había oído a Ema.

Ahora también yo dibujo mis recuerdos, voy a buscar recortes en el tiempo, los traigo, son como pedazos anárquicos que carecen de orden; procuro. Encuentro a Ema en la ventana, con la mano en el mentón. Me aproximo hasta tener una imagen global: ojos y cabellos negros, esbelta, da la sensación de ser alta. Escudriño a través de la ventana, pero nada atrae mi atención; le pregunto entonces a Ema si el hecho de estar juntas no la impresiona; me responde con esos ojos que a veces se vacían, y dice que que en ese momento está apreciando algo muy bello. No puedo evitar echar un vistazo: es una serpiente, yace cerca de un grifo, negra, esbelta, indolente, da la sensación de que es larga. El calor sofoca y yo recorro de nuevo a Ema con la mirada y, si no la amase tanto, ciertas semejanzas con el otro ser del otro lado de la ventana me asustarían, pero la niña que creció conmigo es más fuerte, y entonces el miedo repentino se desliza rumbo a un tenue desasosiego. La tarde sigue cayendo y Ema dejó ya de reprocharme el hecho de haber revuelto cielos y tierra hasta haberla encontrado. Noto que sus gestos son suaves, señal de que tal vez para ella las cosas empiecen a componerse, creo que dejó de hacer concesiones. Se atrevió a dar un salto en el vacío.

El tiempo continúa flotando sobre mi memoria. De él tomo cualquier sentimiento, dolor, tristeza, alegría, los traigo hasta mí. Busco. Despierto con gritos de niños en una tarde de lluvia, Ema afirma su amor por ellos, yo acepto de una forma vaga tamaña redundancia, ¿no aman naturalmente las madres a sus hijos? Ema nunca preguntó por ellos. No hay distancias en las instantáneas del tiempo, cuando la lluvia se retira me encuentro en una iglesia; es el día de la boda de Ema. Hay gritos y susurros, un templo repleto de moñitos blancos, cintas rojas suavizadas por matices verdes; hay muchachas que sueñan con el mañana. Trato de entrar a la habitación donde la visten, me echan fuera con gestos resolutos.

En el templo dejo de ver, inundo mi ser de oscuridad hasta que pequeños destellos de luz empiezan a delinear en la bóveda neutra la figura de Ema vestida de rojo con una rosa encarnada entrelazándole las manos, es que cronológicamente llegaba a la edad adulta; me entrega la rosa y gira, gira, del vestido se hace un abanico y yo diviso un par de piernas esbeltas diciéndome que en breve Ema va a dejarme.

Con el abandono que me captura el corazón, huyo y en mis perdidos seis años encuentro el día en que Ema nació. No hay nubes en el cielo. Los techos, todos multiformes en sus colores, exhalan sensaciones secretas. Pero al no surgir en el azul sereno de la tela el pájaro de pico grande, pañal amarrado, y sólo el gesto repulsivo que hago al ver a Ema por primera vez, dejo la tarde con el misterio que se va perdiendo.

Ema ya no es el bichito entumecido color lila que tanto me impresionó, se fue tornando humana y, en una increíble metamorfosis, quedó sellada en mi corazón y desde siempre en relación con Ema todo es amado, todo es perdonado y justificado.

Dejo la senda de cipreses, y en la línea del tiempo enmarco la vida, en ella todo está insertado, latente; puedo tomar los días, los sentimientos; en este instante siento que sigo amando a Ema, no sé si ella aún transita por los parajes terrenos, tengo la percepción de que no, pero como nunca supe el día en que partió, nunca lloré.


7

Madres

Mirada inquiridora envuelta en rasgos de amabilidad, él adivinó de qué raíz yo había brotado; ¡éramos tan parecidas…!, hasta en el andar… me escapé balbuceando respuestas. Después, los gestos de imitación que tan burlones me devolvió, y me seguía devolviendo, el espejo, me irritaron a tal punto que deseé fundirme en la oscuridad y, así, la negrura me apartaría de toda la visión o parecido a “ella”.

Nunca supo a lo cierto cuándo comencé a percatarme de esa semejanza, fue como algo atemporal, un corte final en mi mundo; un mundo armado con ladrillos de inocencia y que la presencia de “ella”, la precocidad del vello y de los senos que despuntaban, mató despiadadamente. El primer presagio nació, sin memoria, en una tarde tibia de septiembre. Yo había subido a la cima de una pequeña montaña de aire infantil y con una actitud sumisa ante la unicidad de los cielos. Las flores tan sólo se atrevían a arrojar pequeñísimas partículas de aroma, y el cielo al caer en el horizonte formaba un azul grisáceo en que encerraba todos los misterios del universo. El mediodía me envolvía y nada escapaba a mis cinco sentidos; formaba parte de todo y todo formaba parte de mí; el equilibrio estaba centrado en la naturaleza como una melodía desencadenada, por eso grité; grité deseando una línea fina y continua de los sonidos, ofreciendo a mi voz soledades del infinito, en un torbellino de voces para mi sorpresa rigurosamente iguales a los de “ella”. Cuando cayó el crepúsculo, me miré al espejo y la veía una copia: las comisuras de la boca, las arrugas, el seño frontal de la terquedad; yo solamente me rehusaba a creer que era la semilla de un círculo vicioso. Suspensa la primera sorpresa, elaboré un plano ingenioso para desenterrarlos de mi existencia, pero el tiempo obstinado, indomable, en su eje, en el cual gira la vida, me mostró que había sido hecha a “su” imagen y semejanza. Todo el esfuerzo de salvación tropezaba en “ella”, volvía hacia mí; fue entonces cuando empecé a llorar, aferrada a “nadas”, como en los días de antaño, los recuerdos jamás desaparecieron de mi memoria, permanecen latentes, orgánicos.

Al principio del fin hubo la mezcla del eco y del espejo, ahora ya no hay más imágenes, sólo lo real calcado en “ella” y pegado en las paredes de soledad. Acabar con “ella”, conmigo, con el círculo vicioso; fue éste el pensamiento que vació mis ojos y, a medida que los agujeros negros succionaban todo a su alrededor, dejó de haber cosas delineadas; únicamente aquella fotografía amarilla; la mujer encinta, la mano del hombre plácidamente posada en el vientre. Mentira, mentira, sofoqué las lágrimas, mentira, revelada por las noches de llanto, en la habitación, por las súplicas de “ella”, por el abandono de él y por la pobreza de ambas. ¿La víctima…?

Un golpe seco y tengo la fotografía al revés, las figuras empiezan a destilar expresividad y yo a sentirme enferma. Bajo las escaleras, dejo trazos sin destino, con la convicción del acto que iba a cometer.


   
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