El pañuelo de Dios
Françoise Roy

Quédate ciego desde hoy; también la
eternidad está llena de ojos
Paul Celan

1. El pañuelo de Dios

Dios con su pañuelo, y lo deja caer en los mundos tan lejos de él que se pierde y desaparece de su gran angular. Ese negro tan blanco en la tempestad, esa cabellera de espuma en las olas del mar, los alfileres con melenas verdes plantados en la corteza terrestre, los bosques de madréporas que duermen bajo la sábana mercurial del Caribe, una mariposa muerta, la huella de un armiño en la nieve, un incendio forestal: nada ya le es accesible desde la corona de Kether, donde se arremolina su resplandor.

Y al hombre (no se da cuenta que todo lo que ve es un pañuelo caído al principio de la eternidad), sólo le queda subir.

Mira y asómbrate. Al puñal le salen flores en la hoja; al aire de primavera, espinas. La tierra es un vasto reclinatorio.

En el día más inadvertido, has de tragar la avellana blanca.

2. Pañuelos negros

La caja es muy profunda. Meto el brazo y se estira como acordeón hasta tocar el fondo. Allí están los pañuelos negros, bocabajo, pequeñas mantarrayas de tela sin vida. Nunca los saco de allí. No soy como las brujas que fabrican con amanita sus filtros de amor. No soy como ellas, que antaño usaban dientes de ahorcados para sus encantamientos. No tengo escoba de artilugio.

Soy blanca.

Tengo una marca hereditaria en la frente: la huella digital del amor, el sello de Dios, el precinto.

3. Estela


Ha caído mi voz, mi última voz,
que aún guarda mi nombre
Jacobo Fijman


Deja atrás una profunda estela, como si delante de mí bogara un gran barco invisible que partiera con la nitidez de la navaja el revoltijo azul de agua y espuma.

Y yo que le escribo: Me arrastras de los cabellos al pozo que guarda, como sarcófago, la ostra de tinta.

Yo que le amenazo de hacerla desaparecer (un corcel que da la media vuelta ante un precipicio).

Yo que le digo: Todo se te sale siempre de las manos y tu caricia es dardo de curaré.

Yo que le ordeno colgar su capa de hechicera.

Yo que la acuso de alta traición ante un tribunal de sordomudos y ciegos, alegando que es una asesina y trasiega con suma elegancia —un vino que se decanta— pociones letales en la enramada de mis venas.

Yo que sigo su estela como criatura marina aspirada hacia el vacío del surco.

Ella me traga como Dios nos tragaría si decidiese invertir el soplo y aspirar el mundo de vuelta en su pulmón.

Ah, su estela donde el revolcadero de las palabras es una danza mortal.

Su estela de barco fantasma.

4. Alta mar

Te veo alejarte rumbo a la línea donde el mar se desfonda en la boca del cielo. Tienes el viento a favor.

El único pasajero a bordo es un ermitaño cuyo rostro brilla a través del velamen. No hay ancla capaz de detener tu navegar, ni vela de plomo capaz de hundirte donde yo luego te pudiera encontrar, zozobrado en medio del coral, pero con mi tesoro intacto.

Inútil mi pañuelo.

Inútiles mis cordajes, largos como el tiempo que estuve esperando tu respuesta.

Inútil la pasarela de madera podrida, demasiado corta, que nunca había de alcanzar la cubierta donde el ermitaño sí subió.

¡Tan fácil franquear el trecho del embarcadero a la proa cuando sabes caminar sobre las aguas como un gran insecto de vestiduras blancas!

5. Los territorios del mar


Y el enfermo, en alta mar, dirá que detengan
el barco para que puedan auscultarlo
Saint-John Perse


Mirando la cresta del horizonte se fue alejando del litoral. Los vientos se habían detenido como si muros invisibles deslindaran los territorios salinos en diminutas comarcas, entre sí estancas a los elementos. El timón submarino de las corrientes lo guiaba hacia mar abierto, donde el mundo entero está dividido entre cielo y oleaje. Nada de tierra firme. Iba sin rumbo, allá donde reinan los peces y la mantarraya.

Yo, pobre ilusa, le había visto remos y timonel. Me creía en la proa, con su mascarón cara al Oeste, no a merced de un Dios veleidoso empujándolo hacia otras latitudes.

Tardé mucho en saberlo: todo el aparejo era ilusión óptica (mi nuez de velamen día a día se convertía, desde el faro, en peca apenas reverberada por el largo mantel de las olas).

No sé cómo dicen adiós los navegantes.

6. Orígenes

El equinoccio de la mesa me aceptó de espiga en tierra y me suelta sus trémulas flores de sangre lechosa que guardaron (polen adentro) la huella de la tormenta. En la madera resucita para decir su idioma de fuego: cuenta los tentáculos rojos y amarillos de borde lila que parecen lluvia de narcisos en la dura entraña del roble.

Los labios muertos del árbol no callan. El silencio es oscuro en su corola.

¿Desgranaré lo que oculta el cerezo desde la raíz hasta los pétalos de primaveral floración?

¡A beber los charcos de luz estancada! ¡A desposar a la mujer abierta como un lecho! ¡A decir la espera de los brotes que recuerdan su vida en el bosque!

(el rayo, el trazo morado del amanecer, un siempre que tiene edad de tumba).

7. El zodiaco, anillo de casas

El anillo de las casas son doce pétalos en el ruedo.
¡Desdichado tú, destino de dedos derechos y dados sueltos en el dardo del cubilete, ácaro del alma blanca al alcance de la vida de ahora, animales imposibles que se la dan de humanos, martillo malva del amor en medio de la adversidad adversa! ¡Corre que la mala suerte te alcanza, te toca el hombro por detrás, te come la espalda a mordiscos!

La rueda de la fortuna es una llanta milagrosa: ahí roza el soplo de Dios la nuca (Dios que eligió la hora precisa, el implacable lugar donde te iba a dar, por vez primera, respiración artificial, en el duro, plomizo pedregal que pisarás en vida).

8. Oscuridad

Cuando tu palabra es oscura, es oscura en la luz. Como si el sagrario de tu garganta o el tabernáculo del corazón brillara, pequeña perla de negrura en la intensidad del día (el día en lo más alto de su cuerda).

Puerta de tantas llaves y ninguna abre.

Ojo de tantas miradas y ninguna alumbra.

Mano de tantos dedos y ninguno apunta. Ninguno ha de asir nada, de tan intensa que eres, vista de espalda, vista desde el esqueleto de la hormiga o el vértigo del águila, de tan intensa que eres, palabra oscura, voz clara en la estrechez del calabozo, decir de los que no hablan y sólo habían de mirar.

La palabra es cuerda sobre el precipicio, voz de los (des)encarnados que rebasó la marca del habla en la pared de carnalidad (un metro, dos metros, una raya de gis en el enjarre enmohecido y recién pintado).

El Padre mismo se queda callado y mira con su mirada que sí alumbra; abre con su llave de cerrajero perfecto (“llave maestra” la llaman los ladrones).

He aquí que la palabra es oscura cuando anegada en la luz de lo que no dicen los poemas.


9. Soborno

Dios no se deja sobornar.

Sí, se le llenan los ojos de lágrimas de agua dulce.

Nos toma, benévolo, el pulso. Nos da palmadas donde no tenemos llaga, ni herida, ni cicatriz, sino un trozo de piel limpia con su Ojo de mediodía sin cerrar, impreso en el terciopelo epidérmico.

Sí voltea hacia el muro de eternidad que nos separa de él (eternidad: espejo doble —un lado, cristal; el otro, azogue— y Él, del lado del cristal).

Sí suspira bajo el toldo de plegarias (flechas hacia su recinto).

Su exhalación crea tempestades ultraterrestres que nadie sospecha.


10. De cabeza

Dios toma el mundo en sus manos y lo pone de cabeza como el santo de yeso —el de las causas perdidas— mareado en el antepecho de la ventana.

Dios zarandea su Creación (sueño del día Cero que no consigna el Génesis):

Los palmares se desprenden y caen en la tundra; el alma al horizonte llano y humilde de los pies.

Las aguas llenan las planicies.


A las ideas, se les revuelve el estómago de tanta vuelta: carrusel de caballitos locos que salen del círculo perfecto y galopan hacia un prado imaginario.

11. Tempestad de espejismos

Una tempestad de espejismos se abate sobre mí, la vigía que corta tu sangre en varios pedazos. ¿Qué he de filtrar en ellos? ¿Las coordenadas de tu ira?

Ah, soy tan pequeña que me pierdo en su negrura, me doblo, me apuesto en las formas excéntricas de su eje como si me surcara la furia de sus elementos, pero no me extravío: nunca pierdo de vista el heraldo que me hace señas y que tú no has de mirar nunca (la sombra opaca la fuente inicial de tu ojo verdadero, de la tormenta que eres).

Soy vida cuando sustancia. Socavo el desorden que me llega de vientos, que me llega de lluvias. Todo lo ordeno de vuelta.

12. Acunar

La vida es una caja que destila el flujo de Dios. La acuné como vástago, la mecí, le canté, y luego hilé un capullo alrededor de mis manos para no soltarla. Pero el ejecutor lo ha roto y quiere apoderarse de ella.

Estoy a punto de soltar la caja. Crispo el puño. Los ángulos del estuche cuadrado se clavan entre mi línea de la cabeza y la del corazón, en plena línea del destino, justo abajo del monte de Júpiter. Siento en el cuello las manos calientes del verdugo. Mis arterias de venado lampareado pulsan bajo el torno de sus velludas palmas.

Me aferro a la caja. El desmayo es inminente. Pronuncio La Gran Invocación.

Los heraldos de luz demoran: “¿Por qué tardan tanto en llegar?”, pienso.

“Sí llegué”, oigo que me dice una voz angelical a mis espaldas.

Doy la vuelta: ahí lo veo, empuñando al verdugo, de un modo que no sé si es caricia o intento de ahorcamiento.

¿Y si fueran cómplices?


13. El alma de Yolanda

a Yolanda Orozco Guzmán,
doctora en parasicología universal


El alcatraz medio abierto: campana blanca en proceso de involución, embudo cuyas manos son dos barcazas de clorofila que la nomenclatura botánica ha llamado “hojas”.

El tallo —linde verdusca— divide en dos triángulos isósceles la figura que sube de la tierra a la corola.

Sabrá Dios qué luz se condensa en la carne vegetal y enrolla su espiral en la boca donde se yergue el pistilo como lengua. Luz que el mismo tallo engulle para devolverla al mundo de las raíces. Como en ti, un alba ahí germina, tragada por la flor.

Mira el alcatraz: blanco cisne de cuello verde. Preside el reino oculto de tu jardín. En sus nervaduras se estampan las vetas del poliedro de tu alma, pálido frontispicio del espíritu que oculta dentro el morador eterno.

14. Nacimiento de un trono a partir de un buque

Yo no sé qué responderle a usted.

Me dictan que el corazón oceánico donde brotó el trono vivo a partir de un buque puede parir otras cosas aún no natas:

unas manos, criaturas ocultas que ayer vivían en la madera del casco, cuerdas vocales hechas para entonar una canción en particular, ocho nadas que encierran una multitud de todos.

15. Cordero mamando las ubres de una vaca (un sueño de 1999)

Es de noche. El vecindario es el interior de una casa con ventana única cubierta de liquen. Camino por la calle. Veo en la distancia un predio alumbrado. ¿De dónde parte aquel trozo de día en noche cerrada, ese hemisferio diurno que escapó del ciclo nocturno? La luz proviene de una vaca que pace en el césped e irradia claridad propia. Por si fuera poco, la inunda una cascada de leche y de sus ubres mama un cordero.

Se acerca un albañil. “Doy toques del trópico a los jardines del Norte”, me dice. De ser poeta, hubiera añadido: “El sortilegio solar acuñe la luz en la sangría de una bugambilia”. No crean que no me he fijado: el alarife es una suerte de centauro cuya mitad inferior es de cabra. Le digo: “Usted es de signo zodiacal Carnero”. El hombre exhibe su musculatura, se sorprende de mi clarividencia y me dice que efectivamente, él es Aries.

Años después, vuelta astróloga, entiendo: el Sol está exaltado en ese signo. El que sólo brilla en casa de la vecina, donde pace una vaca de luz.

16. El doble lengua

Mi propia voz
es devuelta hacia mí
por la tormenta
Meisetsu

Te digo yo el doble lengua. Cada palabra tuya es un espejo en forma de prisma. La recibo como bofetada y caballo significa edil, pleamar se vuelve nudo, toga equivale a barco, galopa quiere decir anuda, dársena, sal, y cuerda, prados; ancló es viste y marrón garganta, mientras que amarra suena a verdugo.

En vez de oír: “El verdugo anuda el nudo en la garganta”, escucho “las amarras galopan una pleamar en lo marrón”. En lugar de “el barco ancló en la dársena”, me das a entender que “la toga se viste de sal”. No hay caballos que galopan en los prados sino ediles que anudan cosas en la cuerda. Cuando me hablas de muñeca, no sé si tiene vestido rosa y listones de seda en las trenzas o si es la compañera de la mano.

Abofetéame: la mejilla es una parte muy tierna del cuerpo. Y si obras transmutaciones alquímicas en las que un caballo es un edil, o si le place a tus espejos, quimera o cepillo de dientes, no puedes amarrarme las manos como lo has hecho.


17. Caballo blanco hacia Occidente

a Cora Lang

El caballo blanco aun no desempolva los caminos de la India.

Dios es un buda sentado sobre una flor de loto, y tu corazón se marchita en desflorecimiento, se deshoja tratando de ver el camino de cruzar mares, ver el futuro que con su cuchillo de jade desentraña el alba y saca de ella el feto de lo aún no ocurrido. Tu mano también se marchita, y aprieta los dedos sobre un papel doblado con cuatro nombres de Occidente escritos de tu puño y letra.

Como paloma mensajera, el rympoché, cabalgando una montura de cristal líquido hacia el Tibet, entrega el papel al oráculo. Él es un mirlo blanco: lleva en la cabeza un sombrero de metal y baila como una amapola enloquecida. Capta la voz del Invisible.

Dime, dime espejo de las aguas calmas, qué será de los vestidos de piel que visten esos cuatro nombres.

El labro de Dios hecho Buda se abre y dice la imagen que besa el agua:

Un caballo blanco cabalga hacia Occidente.

La colmena de tu alma está en flor. Amanece.


18. El Padre y el Demonio

Con mi piel a flor de corazón, he tocado, como se toca un hilo débil tendido de soslayo, la cercanía del Padre y del Demonio. En ese deslumbramiento ciego, me he vuelto persona non grata de mí misma.

Pero sé que tomarás en tus manos, puestas en forma de cáliz —cuenca que intenta guardar un puñado de agua sin que se le escape por las ranuras de los dedos apretados— mi período de silencio. Soy el bacilo, la naranja púrpura, el gran páramo de tu presencia que nadie advierte. De regreso a ti, amor de sobremesa, de antesala, amor de umbral y puerta trasera, de fachada y agua espesa, lejía que blanquea la nieve que me nieva: Cristo.

19. En volandas

El alma tan alta, en volandas de celestes mares, y el dios del amor que corre veloz, jalándola de la mano, oh nube de vientre vacío en lontananza del cuerpo:

la que probó la gota de Dios; la ungida.

El corazón tan bajo, en ancla de terrestre oscilación, y el duende del deseo que brinca en él, tocándolo con la mano, oh piedra mullida, tan cerca de la Madre Tierra:

el que probó el azúcar morada y el azufre; el rezagado.

20. Chasquidos en do mayor


Turbado el papel, surgen rostros; no saben qué
vienen a hacer ahí, tampoco yo lo sé
Henri Michaux

Nadie te ve, armado de balanzas y cinta métrica, babeando, con un toque de manicomio en la pupila.

La luz que baja de la escalera de plata: espejismo de los dichosos, que me pasa entre la cornea y la retina como un velo. Creía verla.

Pero tú eres las palabras, eres la página en blanco. Tú tienes la planilla de todos los arreglos posibles (mi pie nunca le quedó a tu zapatilla; tampoco mi dedo a tu anillo mágico)

Ya no te acerques. Admito que tuve visiones, que no hubo nunca rostros desconocidos o cascada fulgurante.

El chasquido de tu vara me ensordece. Está nevando en mi cabeza, cierro los párpados, la paz es un alba decembrina en un bosque nórdico. Si cierro los ojos por largo tiempo, te cansarás y te irás.

Algún día, habré de limpiar todo rastro de ese envenenamiento de ti.

He de hacerte desaparecer como un corcel da la media vuelta ante un precipicio.

Françoise Roy
Nació en Quebec, Canadá, en 1959. Estudió geografía con diplomado en Estudios Hispánicos en la Universidad de Florida (M.A., 1983). En 1997, recibió el Premio Nacional de Traducción Literaria de México, y en 2002, el Premio Nacional de Cuento Victoria de las Mercedes (México D.F.), segundo lugar. Ha publicado: “A Flor de labios” (plaquette, Universidad Michoacana, 2002), “Iridio” (El Cálamo, Guadalajara, 2000), “Razones para la redención del zafiro” (Filodecaballos, Guadalajara, 2003), “Si acaso hubiera/Si par hasard il y avait), en coautoría con Karla Sandomingo (El Cálamo, 2003), “El Velo Uno/Le Voile Premier” (Mantis Editores/Ecrits des Forges, Guadalajara, Trois-Rivières, 2003), “Variaciones sobre cinco pinturas de Leonora Carrington” (Museo Raúl Anguiano, Guadalajara, 2004), “Atrás de la máscara” (Instituto Mexiquense de Cultura, Toluca, 2004), y “Sueños en forma de laberinto/Rêveries en forme de labyrinthe” (Ediciones Arlequín/Ecrits des Forges, Guadalajara, Trois-Rivières, 2005). Desde 2000, escribe en el suplemento cultural Acento del periódico La Voz de Michoacán. En 2000, obtuvo el Diplomado en Traducción de la O.M.T. Es miembro del taller de traducción literaria de la Universidad de Guadalajara. En 2002, fundó la revista mensual de arte y cultura Tragaluz, de la cual es editora. Ha traducido más de una veintena de libros, y una obra de teatro de Fernando Del Paso. En 2005, publicó una novela en francés (« Si tu traversais le seuil », L’instant même, Québec, 2005), por la cual obtuvo el premio Jacqueline Déry-Mochon 2006. Fue becaria 2004/2005 del Programa de Estímulos a la creación artística implementado por la Secretaría de Cultura de Jalisco y el CONACULTA.

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